Amenazas y oportunidades para nuestro sistema democrático

La modernidad “reconceptualizó” la idea y práctica democrática que habíamos heredado desde las tradiciones griegas. Lo hizo, por un lado, impregnándole su proyección universal y convirtiéndola en uno de los indicadores más relevantes de una sociedad políticamente moderna y, por otro lado, colocando en su centro el principio de representatividad como vinculación entre el pueblo y la autoridad.

Pero el mundo y el desarrollo de las sociedades han experimentado inéditos cambios, de manera que los procesos e implicancias que hoy subyacen a las decisiones en torno al poder, se han hecho complejas y, a modo de una muestra del proceso de aculturación, las diferentes ciudadanías han ido forjando y exigiendo un protagonismo en la construcción de su destino.

Todo esto, en medio de una globalización succionante, de un capitalismo voraz y de mediaciones político-institucionales que provocan importantes frustraciones en las demandas de la gente.

Paralelamente, parece haberse olvidado que la democracia no es solamente algo procedimental, sino también y sobre todo, un modelo y estilo de vida, esto es, consta de un espíritu fundado en valores que inspiran y orientan las acciones de sus actores.

Al respecto, muchas democracias del mundo, y por cierto la nuestra, han sido infiltradas por una hegemonía valórico-cultural distorsionadora y contraria al mencionado espíritu y fundamento democrático. Los valores y el marco cultural capitalista han operado fomentando acciones y conductas individualistas, competitivas y con aspiraciones sin límites que son la antítesis del bien común, la solidaridad y la inclusión, entre otros.

A medida que entramos en el s.XXI, la democracia sigue siendo el régimen más preferido por la gente (el menos malo dicen otros), sin embargo, la percepción y evaluación de la misma ha ido en franco declive. De una u otra forma, la democracia está siendo puesta a prueba en sus fortalezas, en la confianza en sus instituciones y, a las finales, en su legitimidad.

La última encuesta Latinobarómetro nos indica que en América Latina, entre el 2008 y el 2018, la insatisfacción con la democracia pasó de 51% a un 71% y, en el caso de Chile, un 84% piensa que la democracia tiene problemas  y un 74% de chilenos expresa que se gobierna para beneficio de unos pocos poderosos.

Es nuestra impresión que en algunos países, y el nuestro no sería una excepción, se ha alcanzado un cierto punto  que nos indica que la arquitectura del modelo contractualista existente se ha tornado insuficiente para satisfacer las fundadas y legítimas demandas sociales, las que en su cantidad y calidad no son más que una ilustración de la frustración y rebeldía frente al sistema.

Chile parece estar llegando al climax de esta situación como resultado del movimiento social de octubre del 2019 y la pandemia actual que recorre dramáticamente el territorio. Se trata de dos sucesos, que aunque de génesis diferente, terminan reforzándose y catapultando una más que plausible agudización de las tensiones sociales.

El corona virus, no solamente ha dejado en evidencia la fragilidad y vulnerabilidad humana, sino también ha desnudado lo obsoleto del modelo socio-económico que ha predominado entre nosotros las últimas décadas.

Después de un innegable esfuerzo transformador del segundo gobierno de la presidenta Bachelet, el que por lo demás se vio en varias oportunidades dificultado por los propios partidos políticos que la apoyaban, el poder político cayó en manos de una coalición política encabezada por Sebastián Piñera que, tanto frente al Estallido social como en relación a las consecuencias de la pandemia en la vida física y económico - social de las personas, ha dejado al descubierto el marco ideológico y valórico que lo inspira, lo que se ha plasmado en lo que muchos han destacado: medidas insuficientes que, además, llegan siempre tarde.

Se trata de un gobierno cuya mezquindad e inoperancia  le ha impedido cubrir la urgencia  y garantizar, en tiempos extremadamente críticos, las seguridades  y el bienestar mínimo de la gente.

Cuando un gobierno se niega, pudiéndolo hacer, a este compromiso social básico, está no solamente fallando en la práctica de un humanismo del que tantas veces ha vociferado, sino que pavimenta un camino con suficientes trizaduras como para que  los pilares de la democracia, ya cuestionados como hemos analizado anteriormente, se vean aún más debilitados.

Es el propio Jürgen Habermas, hablando de la crisis, quien nos recuerda que éstas alcanzan preocupantes dimensiones, cuando las estructuras sociales se tornan incapaces de resolver satisfactoriamente las diferentes demandas que son necesarias para su conservación.

Chile encara, de manera “recargada”, la alternativa de transformarse en un país justo y solidario o mantener, disfrazar y/o reforzar la insostenible situación actual, que ha sido diagnosticada por diversos organismos y publicaciones.

Es nuestra convicción que la democracia chilena superará su crisis y tomará rutas más estabilizadoras, solo en la medida que se tenga el coraje y la voluntad política de construir e implementar, con la unidad del progresismo y el máximo de actores sociales, un programa de transformaciones y reformas socio-económicas y culturales que alteren significativamente la actual estructura social.

La debilitada y cuestionada democracia chilena, para decirlo en términos de Proust, tiene una oportunidad de ir en busca del tiempo perdido, sin caer en ningún extremismo ni descontrol.

En este camino, el proceso constituyente, partiendo por el plebiscito, se convierte en el condicionante por excelencia para la implementación de dichos cambios.

Cualquier intento de transacción y/o aparecimiento de fórmulas extrañas para mimetizarlo o desplazarlo, debe ser rechazado categóricamente. Por lo demás, es el propio pueblo quien constituye el gran custodio para que esto no suceda.

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