¿Democracia bajo amenaza?

La democracia occidental tiene como sustrato un orden liberal de la cosa pública que contiene separación de poderes, derechos individuales y propiedad privada como principales elementos. Este orden político sobrevenido en democracias pluralistas, que expresan la diversidad de sus sociedades y cuyas autoridades electas por una comunidad política están circunscritas a una función legal, se ha legitimado en un mundo posterior a la caída del Muro de Berlín. 

Sin embargo, desde hace algunos años estas mismas democracias han entrado en crisis, ya sea porque los ciudadanos no concurren a votar, porque una parte significativa de los que votan no tiene preferencia estable, o porque otra - en proporción creciente - está decepcionada con el desempeño de sus representantes. Lo cierto es que se ha abierto una demostrativa brecha entre las expectativas de los votantes y el desempeño de los gobiernos en nuestras democracias. 

Las señales de decepción de los ciudadanos con la democracia han ido en aumento en el mundo. Moisés Naim (2017) ha ofrecido dos razones para el descontento de los ciudadanos con sus gobernantes.

Primero, la revolución tecnológica y el activismo de los medios que permiten conocer las acciones de los gobiernos al detalle. El ciudadano verdaderamente preocupado puede tener un conocimiento correcto del desempeño de los gobiernos y sus principales funcionarios.

Segundo, algo que se conoce poco y se explica menos: los gobiernos tienen restricciones objetivas para su actuar, debido a que lo deben hacer en un marco institucional, con restricciones fiscales y con una oposición política vigilante, que cuando es mayoría en el Congreso impone negociaciones constantes. 

Pero hay una tercera, los votantes, la opinión púbica o el público en general, no han logrado aquilatar aún que los gobiernos realmente tienen estas serias limitaciones, que son propias de la democracia. En suma, la gente espera muchos más de los gobiernos y sus dirigentes de lo que éstos, están en condiciones objetivas de entregar. 

Cuando la brecha que se abre entre gobernantes y gobernados, abarca por igual a la izquierda y la derecha, es la hora del populismo. Naim nos ha recordado que la incitación populista - o el recurso del populismo - nunca ha desaparecido, al menos desde los orígenes de la democracia moderna. Algunos intelectuales de izquierda han querido dar al populismo un estatus que nunca ha tenido y legitimar así la acción política autoritaria. 

El triunfo de Bolsonaro en Brasil ha mostrado algo que la tradición socialista democrática ya sabía, y es que el populismo no es una ideología que legitime una acción, es sencillamente un instrumento para ganar apoyo popular. Un recurso siempre disponible para crear poder a costa del miedo, el fervor y la devoción de las multitudes. 

En Latinoamérica, aunque con distintos resultados, la izquierda y la derecha han practicado el populismo. El meollo del populismo siempre ha sido el mismo­, en medio de la multitud descontenta, surge un líder con un relato extraordinario, identificando un enemigo social interno y externo que amenaza con destruir lo que este líder identifica como sagrado. En consecuencia, detestan cualquier oposición, criminalizan las diferencias ideológicas y tienen la tendencia a militarizar las soluciones. 

Trump, Bolsonaro y Erdogan se han presentado así ante el mundo. Hombres fuertes, que se auto definen como seres únicos que han salvado a su mundo de una inminente catástrofe. Han triunfado sosteniendo que son imprescindibles para solucionar la situación de sus países. Es un discurso populista sin complejos, capaz de desafiar a los medios a través de pequeñas guerras comunicacionales, descalificar a los expertos apelando al sentido común heredado, denigrar la ciencia anteponiendo una visión religiosa o ignorando los datos, porque se pueden cambiar. 

La forma de populismo más peligrosa es aquella que triunfa en las  elecciones, porque una vez en el gobierno trata de obtener todo el poder, eliminado paulatinamente los contrapesos institucionales, socavando cualquier forma de democracia posterior. Si se quebranta la democracia por dentro y se elimina un poder del Estado - como Fujimori en Perú o Maduro en Venezuela - estamos en la fase superior de cualquier populismo que deviene siempre en dictadura. 

El populismo es la amenaza más directa a la democracia pluralista. La primera responsabilidad de los demócratas es preservar la integridad de las instituciones: rechazar el recurso al populismo y aceptar los cambios por las vías institucionales.

Los políticos no han establecido una relación con el electorado más cercana, con una ciudadanía con derechos, informada, y que es capaz de distinguir lo probable de lo ilusorio.

La Educación Cívica es una forma duradera para acortar la brecha entre gobernantes y gobernados en una renovada democracia. Sería deseable un nuevo discurso, más directo, sincero y coherente con las realidades del país y su entorno. 

De mantenerse en el mundo occidental la democracia como opción de futuro, se deberá en gran medida al esfuerzo de sectores moderados de izquierda y de derecha que puedan canalizar las diferencias a través de instituciones acordadas.  Son este tipo de organismos los que pueden salvar y acrecentar la democracia, y  pueden ser también un modo racional de lograr mejores gobiernos.

Esto es lo que falta en Chile porque la actual Constitución es una institución impuesta, meramente legal, y en esta medida, ilegítima y vulnerable.

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