Vivimos en una era de saturación, donde la palabra "democracia" se vacía de significado, absorbida por la retórica de regímenes que -en nombre de la soberanía popular- despojan al pueblo de su verdadero poder. La negativa del régimen de Nicolás Maduro a reconocer los resultados electorales en Venezuela y su resistencia a exponer las actas no es más que una manifestación de esta distorsión contemporánea. En lugar de defender los principios básicos de la democracia, éstos se utilizan para legitimarse, en un ejercicio de poder que destruye la esencia misma de lo que pretende proteger.
En este contexto, la condena categórica del socialismo chileno al régimen de Maduro, liderada por Gabriel Boric, emerge como un gesto de reafirmación de principios en un mundo donde las ideologías parecen diluirse en el flujo incesante de información y espectáculo. Este acto no es solo una declaración política, sino un intento por mantener viva una convicción fundamental en la historia del socialismo chileno: la inseparabilidad entre democracia y socialismo.
Sin embargo, surge un dilema esencial: ¿Cómo mantener vivo el vínculo entre socialismo y democracia en un mundo donde ambos conceptos parecen haber perdido su fuerza transformadora? La historia del socialismo chileno, con Salvador Allende como su figura emblemática, nos recuerda que la democracia no es una concesión, sino una conquista, un proceso dinámico que debe ensanchar la participación y garantizar derechos.
Cornelius Castoriadis advirtió sobre el peligro de una democracia reducida a simples procedimientos, una fachada vacía que, lejos de representar intereses reales, solo refuerza las estructuras que perpetúan la dominación. La frustración ciudadana ante la inercia de las reformas en Chile -desde las pensiones hasta la salud- es un síntoma de esta erosión de confianza. La realidad, ese "desencadenamiento de lo real" que emerge cuando las ficciones ya no pueden sostenerse, revela la impotencia de nuestras estructuras políticas para representar las aspiraciones colectivas.
François Dubet, sociólogo francés, nos habla de las "pasiones tristes" que dominan nuestro tiempo. La ira y la indignación, lejos de ser motores de cambio, son expresiones de una cultura que ha perdido la capacidad de proyectar un futuro. Este desencanto, alimentado por la cultura neoliberal, no hace más que desgastar el tejido social, limitando nuestra capacidad de transformación. El progresismo, si quiere sobrevivir, debe escapar de estas pasiones tristes y volcarse hacia "pasiones alegres" que puedan movilizar la esperanza y dirigir a la ciudadanía hacia un futuro más posible.
No obstante, el verdadero peligro no reside en una supuesta amenaza violenta de sectores "ultristas", una fantasía que los sectores conservadores alimentan tanto en sus temores como en sus deseos. Es más bien la ultraderecha, la que, alimentándose de la percepción de una democracia ineficaz, avanza con paso firme, capitalizando estas mismas pasiones tristes.
La hegemonía cultural neoliberal ha logrado lo que parecía imposible: Ha colonizado no solo la economía, sino también el alma misma de la sociedad. Como bien señala Slavoj Žižek, en muchas ocasiones el antineoliberalismo contemporáneo no es más que otra forma del mismo sistema que pretende criticar. En términos psicoanalíticos, podríamos hablar de una "captura del deseo" por parte del Otro neoliberal, donde las lógicas cuestionadas terminan internalizándose y reproduciéndose dentro de los mismos esfuerzos que, nominalmente, buscan oponerse a ellas, adoptando lógicas culturales que refuerzan las mismas subjetividades que intentan combatir, sumergidos en la búsqueda de fama, estatus y proyectos personales que prevalecen sobre los valores colectivos.
El camino hacia una democracia efectiva pasa por revitalizar su capacidad de representar a las mayorías, evitando su reducción a meros procedimientos. Solo así podremos evitar que la democracia se convierta en un caldo de cultivo para los extremismos que amenazan con devorarla desde dentro. En esta era, donde todo se expone y nada se transforma, el desafío es encontrar el equilibrio entre la denuncia y la esperanza, entre la crítica y la construcción de un nuevo horizonte. Decidir si nos dejaremos arrastrar por la indignación que, paradójicamente, nos paraliza o si, por el contrario, optaremos por organizar las "pasiones alegres" recobrando el valor de la utopía como horizonte orientador.
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