Chile es uno de los pocos países del mundo donde su propio pueblo, por acción u omisión, está empeñado en autodestruirse. El estallido social de 2019 inició una espiral de violencia y criminalidad sin precedentes desde el retorno a la democracia, alimentada por la sensación de impunidad y exaltación del delincuente que roba, mata, raya y destruye la propiedad privada y pública. La gran mayoría de los chilenos exigen "el derecho a vivir en paz" a un gobierno incapaz de restablecer el orden y la seguridad pública. Los derechos sociales están en boca de todos, pero a menudo se olvida que "el derecho a vivir en paz" es lo que distingue a la civilización de la barbarie.
La encuesta CEP muestra que la violencia y el crimen son los temas de mayor preocupación para los chilenos. En efecto, los registros de Carabineros de Chile indican que los niveles de violencia y criminalidad durante el gobierno de Gabriel Boric están en niveles récord. En el primer semestre de 2022 hubo 2 homicidios, 8 violaciones, 35 portonazos (o cierres) y 90 robos de vehículos por día. Además, los robos con violencia y buses quemados aumentaron 71% y 50%, respectivamente, con respecto a 2021.
Mi libro "Principios modernos de economía del desarrollo" (2022) explica que el desarrollo económico, entendido como la ampliación de soluciones a los problemas humanos, solo es posible cuando existen derechos de propiedad seguros, donde las agresiones a la propiedad ajena son efectivamente sancionadas. El principio subyacente es que el aumento de los "riesgos de confiscación" (la posibilidad de que las personas sean privadas de su propiedad) reduce los incentivos para ahorrar e invertir, empobreciendo a la sociedad y, a su vez, fomentando la violencia y el crimen en un círculo vicioso. Como resultado, los riesgos de confiscación dificultan el desarrollo económico porque inhiben la capacidad de tener una visión de largo plazo para adoptar nuevas ideas y asumir riesgos.
El análisis económico de la violencia y el crimen de Gary Becker, Premio Nobel de Economía 1992, muestra que los criminales son individuos que actúan racionalmente y buscan maximizar su bienestar. El nivel de violencia y crimen depende de las preferencias de los posibles delincuentes, los valores inculcados en la familia, el nivel de escolaridad, el entorno socioeconómico creado por las políticas públicas, los tipos y grados de castigo y las oportunidades de empleo. Algunos individuos, calculando la probabilidad de ser atrapados y la magnitud de la pena, deciden cometer actos ilícitos porque su recompensa esperada es superior que permanecer en el escenario legal.
La experiencia de los países desarrollados ofrece algunas luces sobre cómo solucionar esta tragedia. Una economía de mercado para mejorar las condiciones de vida de las personas debe ir acompañada de educación escolar en, al menos, economía y emprendimiento para formar promotores del desarrollo económico, la única manera de terminar con el lavado de cerebro de los grupos marxistas y anarquistas que tienen algunos jóvenes liderando la destrucción de Chile. Asimismo, las sanciones penales deben ser lo suficientemente altas para desalentar el crimen (por ejemplo, multas altas, trabajo comunitario, cárcel efectiva desde el primer delito con penas progresivas según número de arrestos), junto con un programa de rehabilitación y reinserción social para los infractores bajo el refrán "de delincuentes a buenos vecinos", porque si los tratamos como animales en la cárcel, soltaremos animales en sus calles. Finalmente, la policía debe tener apoyo institucional para usar sus armas cuando su vida y la de los demás están en peligro.
La falta de agallas para enfrentar el crimen, especialmente en Santiago y La Araucanía, tiene a la mayoría de la gente viviendo con miedo, enjaulada en sus casas, mientras los criminales dominan las calles. Si no existe el derecho a vivir en paz, el regreso a la barbarie está a la vuelta de la esquina.
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