Empresarios y política

Pedro Rodríguez Carrasco
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En el fervor de las elecciones aparecieron voces en la prensa que alertaron respecto de que si salía un determinado candidato caería la inversión y con el otro sería lo contrario. Después de contados los votos se aplaudió como estímulo al mercado, a la inversión y a la bolsa de valores. ¿Es ésta una señal de salud cívica?, ¿es señal de madurez ética?, ¿son tan mezquinos y codiciosos los inversionistas que castigan la democracia si ésta no favorece sus preferencias e intereses?

Cuando de hecho hay privilegios, donde el 1% de la población concentra el 33% de los ingresos, una intervención como ésta resulta abusiva, matonesca. La libertad para hacer negocios no debiera imponerse políticamente a costa de mantener y expandir una brecha social, analizada internacionalmente como escandalosa.

Sin embargo, la ciudadanía debe soportar estas intervenciones, ponderar circunstancias y decidir bajo presión, con miedo. Miedo a perder el trabajo, al enojo del “patrón”, a los tiempos ya míticos del caos social y a referentes como Venezuela.

Sin voces que contrarresten dando serenidad y libertad de juicio, permitiendo un balance en la opinión pública, el bien superior de la sociedad queda marginado, postergado ad infinitum y, como en toda relación de abuso, con la sensación de culpa de haber enojado a los poderosos, a los que “dan trabajo”.

Este escenario es siniestro, pues devela un síntoma psicosocial de asimetría humana, de esta brecha social de los porcentajes: hay humanos de primer nivel con un tipo de derechos, hay humanos de segundo nivel con otro tipo de derechos, colaboradores del primer nivel para hacerlos más ricos. Luego viene el tercer nivel que tiene sus derechos postergados.

Si se levantan manifestaciones sociales, su voz es patologizada como asistémica, de hecho se habla peyorativamente de “las demandas de la calle”, como si se tratara de algo sin consistencia.

En la sociedad chilena, el poder económico además concentra el poder de la prensa, de tal modo que, directa o indirectamente, guían e intencionan descaradamente qué, cuánto y cómo aparece en la opinión pública uno u otro tipo de relatos.

Ahora bien, cuando además buscan controlar las decisiones políticas de la ciudadanía, nos encontramos en una situación de quiebre ético, con profundas consecuencias en el odio entre clases sociales.

Precisamente aquellos que detestan este lenguaje del odio de clase, proveniente de la cultura marxista, lo promueven con sus acciones monopólicas y hegemónicas. Generan el caldo de cultivo para la explosión social violenta.

Luego acusarán a otros, a los extremistas, a los mapuche, a los extranjeros, en fin, nunca asumiendo su responsabilidad sino “tercerizando”, como saben hacer en sus negocios.

Cuando estas voces de empresarios, de organizaciones empresariales y sus dirigentes, dan señales de que solo una opción política es la que permite el crecimiento y nadie está en condiciones de contrarrestar, lo público queda en un limbo, en una hibernación, que sin duda favorece negocios sin regulación alguna, proliferando la ley del más fuerte.

Aquí estamos, en un sistema público que casi empezaba a despertar a sus labores de bien común, pero que ahora se dispone a cerrar los ojos y a dormir, para que los vulnerables sean ninguneados sin compasión.

Ser empresario no es sinónimo de negatividad, pero tampoco lo es de ser ético. La resistencia a ser regulados por ley, la apelación de la carga impositiva como un robo, en el empeño de lo que unos llaman liberalismo económico, pero que otros denominan capitalismo salvaje, está suponiendo una neutralidad ética en cualquier iniciativa de inversión.

Es como consagrar el derecho a no ser regulado por el derecho, pues cualquier norma coartaría su libertad. ¿No coartan la libertad de los ciudadanos determinadas decisiones empresariales, como amenazar antes de los comicios, o regular las pensiones según criterios de mercado y bajo la gestión empresarial?

Hoy vivimos una sociedad bajo el poder empresarial. Los “poderes fácticos”. Como muy bien definió un antropólogo (García Canclini), de ciudadanos pasamos a ser consumidores.

Al empresario le interesa esta metamorfosis, le asegura sus ganancias, le asegura asiduidad del consumo y, por tanto, la circularidad acelerada del mercado.

Mientras, el ciudadano va entrando, cada vez más, en el pantano de trabajar para consumir, que describe Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio). No interesan los derechos del ciudadano consumidor, pues cada letra agregada a estos derechos sería un freno a la inversión y una desaceleración de esta circularidad acelerada del mercado.

Si el ciudadano cae en la trampa de un producto inútil, mal hecho o de caducidad programada de corto plazo, es su problema, así como reincidir.

¿Esta es la sociedad que queremos?, ¿esta es la democracia por la que hemos luchado desde la tiranía? Más allá de las legítimas diferencias ideológicas, el ciudadano promedio quiere una sociedad que garantice derechos básicos. Al mismo tiempo que quiere una sociedad próspera y equitativa en lo económico, en lo social y en lo cultural.

Pero aquí estamos, sometidos al esquema empresarial y su libertad para definir nuestro destino, personal y colectivo. Ni la educación ni las pensiones dependen de un derecho sino de una capacidad de pago y de la volatilidad del mercado.

Para el empresario tanto la educación como las pensiones retroalimentan sus inversiones, como escenario donde su especulación multiplica ganancias porcentuales, en la medida que tiene ciudadanos cautivos.

Como todos, el empresario tiene derecho a participar en política, sin embargo deberán pensar éticamente si ello construye ciudadanía o genera odiosidad, si está vulnerando a los más débiles o facilitando un clima social de equidad.

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