No es exagerado afirmar que la frontera norte es el paciente cero del crimen organizado en Chile. Es aquel lugar donde esta verdadera enfermedad se inicia y se propaga por todo el territorio. Y es que resulta innegable desconocer que aquella zona es hoy nuestra principal carretera del delito, un espacio donde las redes del narcotráfico, el contrabando, la trata de personas y el tráfico de migrantes han echado sus raíces.
Ante este panorama, la verdad es que el Estado ha sido incapaz de reaccionar de manera adecuada y entregar una solución efectiva. Porque el problema real en nuestra frontera va más allá de la necesidad de construir una zanja o instalar barreras, drones y cámaras, sino este radica en algo más elemental aún: no existe en Chile una institucionalidad moderna capaz de hacerse cargo de la seguridad fronteriza. Por el contrario, lo que existe hoy es un entramado precario, desordenado y frágil, con competencias dispersas entre múltiples organismos y sin ninguna coordinación centralizada.
Actualmente, las funciones de seguridad en la frontera recaen en distintas instituciones como Carabineros, la PDI, Aduanas, la Dirección General de Aeronáutica Civil, la Directemar e incluso el Ejército. Sin embargo, ninguna de estas trabaja bajo un marco común o una planificación estratégica compartida. Cada una actúa según su propio criterio, sin coordinación real, sin protocolos comunes, sin intercambio sistemático de información.
Porque lo que sí se ha generado con esta multiplicidad de responsabilidades, es una abundancia normativa. Hoy en Chile existe una gran diversidad de reglamentos, circulares y órdenes generales que regulan el trabajo policial y de seguridad fronteriza. No obstante, por su naturaleza jurídica, estas pueden ser modificadas fácilmente por el gobierno de turno, lo que impide una política de largo plazo. Al mismo tiempo, no existe una armonización entre estas normas, lo que genera contradicciones, ineficiencia e incluso vacíos operativos. Esta combinación -exceso de reglas y falta de coherencia- es inaceptable para un país que pretende enfrentar el crimen organizado con seriedad.
Por eso, resulta urgente crear una estructura permanente de coordinación interagencial, encabezada directamente por el Presidente de la República o por un delegado de máxima jerarquía que pueda alinear y ordenar a todas las agencias involucradas. Esta entidad debe tener la capacidad de definir amenazas, establecer objetivos claros, fijar prioridades y controlar resultados. Además, debe generar un ordenamiento armónico de la normativa vigente y crear protocolos estandarizados de cooperación e intercambio de información.
Pero la coordinación por sí sola no basta. Chile necesita una fuerza especializada en la vigilancia y control de sus fronteras, especialmente en zonas remotas del norte. En otras palabras, necesita de una policía fronteriza, una entidad cuya misión exclusiva sea resguardar la frontera terrestre y poner freno a la crisis que se vive en el norte del país.
Estas son el tipo de propuestas y discusiones de fondo que hay que tener en orden de solucionar la crisis que atravesamos. Porque mientras el crimen se profesionaliza y se adapta a los vacíos del Estado, Chile sigue atrapado en un modelo desarticulado, improvisado y sin norte estratégico. Lo que está en juego no es solo la seguridad en las fronteras: es la soberanía, la capacidad de controlar nuestro territorio y la protección de todos quienes viven en él.
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