El cierre de la siderúrgica Huachipato no se puede analizar desde una perspectiva puramente local. Por supuesto, sus efectos dramáticos, medidos en desempleo, abandono, pobreza y desarraigo se deben observar y enfrentar desde ese territorio. Pero el fenómeno que llevó al fin del acero chileno se tiene que mirar a la distancia. Porque la causa no está en Talcahuano. No fueron los trabajadores siderúrgicos los culpables de esta catástrofe, ni tampoco fue un fenómeno natural, que llegó como un cataclismo que nadie podía prever.
El fin de Huachipato no era inevitable, pero ha sucedido. Se hablaba desde hace varias décadas de que este momento llegaría, producto de las aperturas exageradas a los mercados libres y al capitalismo global. Pero parecía una amenaza lejana, hasta que ese día llegó. Y con ella se acabó la promesa de la industrialización chilena, que intentó una vía chilena a un desarrollo no dependiente, que pudiera entregar valor a las regiones, incubar capacidades tecnológicas y posibilidades de ascenso social a escala nacional.
El sueño partió en 1939, con la creación de la Corfo en el gobierno del Frente Popular. Esa voluntad pionera permitió aunar fondos públicos y privados para constituir la Compañía de Aceros del Pacífico (CAP) en 1946, cuyo primer gran objetivo fue la siderúrgica de Huachipato, inaugurada en 1950. Se invirtieron 87 millones de dólares de la época, una cifra enorme, que buscaba alcanzar el autoabastecimiento de acero en el país.
En la actualidad, Huachipato sigue liderando la producción de acero en Chile con una capacidad de producción de 800.000 toneladas de acero líquido/año. Pero de nada vale esa enorme potencia técnica y profesional. De nada sirve que Huachipato sea una industria plenamente integrada al desarrollo regional. Poco importa que el acero que produce se elabore a partir de materias primas locales, como el mineral de hierro, el carbón y la caliza. No es relevante el impacto cultural, deportivo, social y laboral que ha generado por más de 70 años. La sentencia ya estaba escrita, entre China y las bolsas de los mercados mundiales.
Huachipato es otra expresión de la larga decadencia de un tipo de capitalismo democrático que intentó ciertas formas de prosperidad compartida, que hoy parecen reliquias inmemoriales. Lo que llegó en el siglo XXI ha sido una larga ola de desindustrialización, que ha llevado a la destrucción de los pocos buenos empleos que se habían creado en el siglo XX, dejando un campo abierto a la frustración y el resentimiento.
Martín Wolf, un observador lúcido de nuestra época desde las páginas del Financial Times, sostiene que esta es la causa de la pérdida de legitimidad del capitalismo y del bajo apoyo a la democracia. Lo que parece ocurrir es que la izquierda y la derecha se están polarizando, entre los que afirman que al capitalismo le iría mejor sin democracia, y los sostienen que la democracia estaría mejor sin capitalismo. Y en esa deriva, no hay punto de encuentro que permita nuevas experiencias de desarrollo local y productivo como las que impulsó la Corfo mediados del siglo pasado.
Experiencias traumáticas como Huachipato revelan que el binomio capitalismo-democracia no está operando. Las tensiones entre los fundamentos igualitarios de la democracia y las fuerzas desigualitarias del capitalismo no son capaces de ser procesadas. No existe un punto de equilibrio entre la globalización del mercado y las bases locales y nacionales de la democracia. En todo este desorden, Talcahuano salió del mapa mundial del acero. Y lo que quedará será desempleo, precariedad, empleo temporal, migración y degradación de la confianza social. No es extraño que así se incremente la criminalidad, las afecciones psicológicas, las muertes prematuras y la degradación ambiental.
Hoy parece increíble que en 1939 ese era el estado del país. Y en menos de una década se logró proyectar todo un nuevo modelo de desarrollo y se comenzó a implementar en democracia. Ese lejano recuerdo, del que surgió Huachipato y un conjunto de empresas, públicas y privadas, de alto impacto tecnológico y social, debería ser la fuente de inspiración para quienes creemos que Chile puede ser mucho más que un mercado exportador de recursos naturales y un administrador de servicios con bajo valor agregado.
Para resolver la crisis del capitalismo democrático necesitamos un nuevo contrato social, con cláusulas nuevas e innovadoras, que apueste por la seguridad económica frente a las crisis. Ese es el reto fundamental de nuestro presente, y la única forma de proteger a la sociedad de la enorme incertidumbre que nos acongoja.
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