El nombre de Jaime Guzmán debe ser uno de los más recurridos en Chile desde hace más de una década en los debates políticos que provenían desde agonismo de la transición. Una vez que se abre la posibilidad factual de romper el corsé jurídico-político de ese ciclo, los acuerdos y los marcos previos que le dieron sentido, el binominalismo y sus efectos, la figura de Guzmán y su proyecto fueron objeto de críticas que buscaban superarlo sin antes desacreditarlo en sus contenidos y desactualización.
Las izquierdas, autoflagelantes y nuevas, junto a nuevas elites políticas e intelectuales de derecha coincidieron (quizás pactaron, irónicamente) en encontrar en la imagen que connotaba Jaime Guzmán y en su proyecto a una figura anacrónica, insuficiente; pero además dañina para la política. Lo sovietizaron, reduciéndolo a una figura de Guerra Fría que lograba su permanencia tan solo en un imaginario de aquel tiempo y cuyas ideas desvirtuaban las fuentes que pretendía mostrar como fundamentos a los que suscribía.
Se han levantado montones de valoraciones inadecuadas de Guzmán, varias de ellas por falta de conocimiento acabado, otras por seguir intuiciones erradas y algunas derechamente porque requerían superarlo (o denostarlo) a partir de la transmisión de una semántica que se mostraba certera. Con todo, sería desidia volver a poner el eje de la discusión en estos campos sobre los que se ha discutido sobre Jaime Guzmán, porque esos canales críticos han mostrado una energía inagotable; pero, además, porque el objeto de esta columna supera el horizonte de la demostración del saber erudito, o sobre la hermenéutica sobre su pensamiento y obra, que tanta tinta ha llevado a ocupar.
Con todo, la motivación esta vez es detenerse en el efecto de sus ideas, el hecho concreto de la adhesión a su proyecto por actores perseverantes e influyentes. Esto se ha expresado en hitos claros, como la creación de nuevas fuerzas políticas que lo reivindican, el lugar que han tenido sus ideas como arquitecto de la carta magna que, con todos sus cambios, aún nos rige -no en vano el tópico medular de los dos recientes procesos constitucionales fue la tensión por el rol del Estado-, y ahora, en el protagonismo que actores gremialistas están jugando en el proceso eleccionario que culminará este domingo.
Guzmán y su gremialismo son aún motivo de lectura, adhesión y proyección política. Sigue presente, más allá de su dimensión factual histórica (como lo fue en su enfrentamiento al marxismo), tal como un texto al cual siempre es posible volver para abordar el presente. Así, Guzmán opera como un dispositivo que interviene la coyuntura, abre acontecimientos, la remece en sus discusiones y administra el orden.
Por sobre los académicos críticos, que han construido sus propias agendas y proyectos con credenciales y competencias dignas de los imaginarios contemporáneos, Guzmán se erige aún como producción de sentido, porque su lugar, como diseñador intelectual de un proyecto país lo puso en un lugar diferente.
Y de eso se ha tratado, precisamente, la disputa que no logra superarlo: una producción de credenciales que pretenden ser autorizadas para afrontarlo, pero solo hasta ahí logran llegar -imaginado pueblos y pulsiones, legitimación ante las elites del frente-, pero nada más. Lo más amenazante provino, no de los ilustrados, sino de una violencia acéfala, cuando en realidad lo que buscaban esos críticos (y algunos párrocos suyos) era pararse sobre los impactos de su mensaje y proyecto. Esa intervención sobre lo que hizo y lo que aún logra, ese lugar del efecto en la coyuntura y que tiene proyección real, incluso poniéndole márgenes a la política, no tiene rival ni proyecto que lo supere. Aún.
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