Durante años, la política chilena ha convivido con situaciones que, en no pocos casos, han despertado legítima inquietud ética: ministros con intereses activos en los sectores que regulaban, parlamentarios votando leyes que beneficiaban a sus propias familias, autoridades que cruzaban sin pausa del Estado a grandes empresas privadas.
Pero en la mayoría de esos casos, la indignación fue efímera. A lo sumo, una nota de prensa, una interpelación que no prospera, un reclamo aislado y, luego, olvido. La moral pública pareció siempre tener mayor tolerancia con lo estructural que con lo simbólico. Y, sin embargo, basta una relación sentimental -hecha visible, declarada, sin interferencias conocidas ni favores cruzados- para que una inquietud moral se vuelva acuciante e insidiosa.
No es difícil advertir que lo que se objeta no es un conflicto de interés real -que requeriría prueba, beneficio, interferencia-, sino la incomodidad simbólica que suscita una mujer que no separa el poder del deseo, ni la trayectoria pública de la vida privada. Que no pide permiso para ser ambas cosas a la vez: figura política y sujeto deseante.
Incluso el humor -esa coartada discreta del inconsciente- deja filtrar su cuota de sospecha. Cuando el alcalde Desbordes afirma que, con esa cercanía en Hacienda, Tohá debió haber conseguido más fondos para Carabineros, lo que insinúa no es solo una crítica presupuestaria, sino una duda más antigua: la de si la intimidad -cuando es femenina- puede usarse como recurso político. Y en esa ambigüedad, lo que se reactiva no es una preocupación ética, sino un viejo imaginario persistente: el del poder femenino como poder seductor, por definición ambiguo, e intrínsecamente sospechoso.
Pero reducir la reacción únicamente al machismo sería insuficiente. También está en juego una forma mezquina de entender lo público: como escenario de sospecha, donde cualquier vínculo personal invalida la racionalidad de las decisiones. Como si la ética se midiera no por el efecto de los actos, sino por su distancia afectiva.
La paradoja es evidente. Se toleran vínculos estructurales con el poder económico, pero se escandaliza un lazo sentimental sin réditos institucionales. Se acepta con naturalidad que un ministro de Hacienda, como en gobiernos anteriores, comparta cosmovisión con grandes grupos empresariales, pero se cuestiona que dos personas públicas sostengan una relación mientras desempeñan funciones paralelas.
Quizás el problema no esté en el vínculo revelado, sino en aquello que revela: que lo público no está exento de emociones, y que no por eso pierde su legitimidad. Que las mujeres pueden ejercer poder sin tener que renunciar a la intimidad. Y que no todo lo que incomoda constituye, por ello mismo, un conflicto ético.
Lo que perturba, en el fondo, no es la relación, sino su visibilidad sin culpa. Que una figura política femenina, con aspiraciones presidenciales, no disimule su deseo ni oculte su vínculo con una figura central del poder, descoloca. Sabemos que el orden simbólico se sostiene en ciertas ficciones: que el poder es impersonal, que el deseo debe callarse, que lo íntimo es incompatible con lo institucional. Cuando esas ficciones se rompen -y no lo hacen con escándalo, sino con naturalidad-, lo que aparece no es la transgresión, sino el malestar frente a una escena que ya no puede organizarse según los códigos de siempre.
Y cuando se comienza a buscar conflicto de intereses donde no lo hay, se termina encubriendo -bajo sospechas estériles- los conflictos que sí importan.
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