La desigualdad y el desencanto

Los primeros días del nuevo año han traído noticias que confirman cómo se acentúa en grados ya incalculables la concentración de la riqueza a escala planetaria; destaca la información mediática que la fortuna del “tercer” hombre más rico del mundo aumentó en el curso del 2012 en un 63%, alcanzando el volumen de 57.500 millones de dólares.

Con tal incremento “desbanca” de tal posición a Warren Buffet resituado al cuarto lugar del ranking de los multimillonarios, al disponer sólo de US$ 47.900 millones; es decir, casi un vulgar pobretón. Quien permanece inalcanzable en el primer lugar de la danza de fortunas exacerbadas es el empresario mexicano, Carlos Slim, con US$ 75.200 millones, con un 21,6% de incremento.

Mientras en el mundo cientos de millones de personas ven evaporarse sus ahorros al caer sus países en recesión y generarse enormes bolsones de cesantes que transitan raudamente a la pobreza; mientras los jubilados ven empequeñecerse sus pensiones o miles de familias son expulsadas de las viviendas por deudas que se inflan a un punto imposible de cancelar, el ranking de las mega fortunas nos habla de una inaudita manera de pensar y vivir en la globalización, acaparar el dinero que se pueda, sin importar lo que vaya a ocurrir mañana.

En definitiva, una succión inagotable de recursos que arrastra consigo la cohesión social de las naciones ante una desigualdad irrefrenable. Chile está viviendo intensamente este círculo vicioso, que frena el crecimiento y corrompe profundamente las relaciones sociales, como se ha mostrado en el caso de las acreditaciones de las instituciones privadas de educación superior.

Aquí se demuestra la inconsistencia esencial de la llamada “teoría del chorreo”, por cuanto no se reproduce en la base económica la misma distribución desigual de la riqueza en beneficio de los que tienen más participación en ese reparto, sino que se alcanzan niveles increíbles de mayor concentración y desigual distribución de lo que cada país y la sociedad global es capaz de crear y producir.

El drama o el desafío radica en que la parte correspondiente al grupo controlador de la riqueza, de cada balance sea trimestral, semestral o anual emerge con una envergadura aún mayor y más determinante, reduciendo y minimizando lo que toca a los que menos tienen. La clase media se empequeñece y el mundo laboral se empobrece.

Los mega-conglomerados no producen más sino que se apropian de una porción aún mayor de aquella riqueza que corresponde “a los otros” sectores sociales que forman parte de cada nación.

Al respecto, el propio Papa Benedicto XVI en su Mensaje de Año Nuevo ha debido extender su reflexión hacia esta encrucijada respecto del tipo de crecimiento prevaleciente de “un capitalismo sin regulación”, ratificando, tal vez sin proponérselo, las conclusiones del Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz sobre este mismo desarrollo perverso.

La crisis de la política y el desencanto se interconectan profundamente en el núcleo mismo de los desafíos del sistema institucional democrático; el empequeñecimiento del Estado y la debilidad que emana de sus frágiles mecanismos de regulación y de sus reducidos instrumentos de fiscalización para orientar con mirada de largo plazo la marcha de cada país y de las comunidades de naciones que se agrupan en nuevos centros de cooperación, como el caso de la Unión Europea, no dan cuenta de las exigencias del siglo XXI.

Los políticos pretenden grandes objetivos, miran hacia grandes metas. Sin embargo, el sistema democrático que debiese sostener esos grandes propósitos no es lo suficientemente robusto, extenso y eficaz para hacer realidad práctica tales ambiciones; generando por esa ineptitud el aumento del descrédito y la deslegitimación de ese mismo sistema político que no puede hacer lo que debiese hacer y cuyos protagonistas, por ello mismo, acentúan algunos su perplejidad, otros la demagogia o, lisa y llanamente, deben constatar desalentados cómo la ciudadanía vuelve la espalda a ese mismo Estado que tendría que fortalecerse en lugar de disminuirse por la ausencia de apoyo popular. Hay que sacar el sistema político de ese círculo vicioso.

Por eso, enfrentar la desigualdad es la exigencia de esta época.

Algunos insinúan que la insistencia del Nobel de Economía en los riesgos sistémicos de la desigualdad es una “chifladura”, sería absurdo que ahora lo acusaran de “agente del comunismo”, como solía ocurrir hace treinta años con las opiniones de quienes pensaban distinto.

Y a propósito de la descalificación que se hizo durante décadas, de quienes sostenían que existían condiciones de miseria humana que tornaban imposible la simple continuidad del sistema, haciendo altamente probables guerras, agresiones o cruentos conflictos entre países o al interior de las naciones; para los complacientes que consideran que todo marcha “fenómeno” y que las advertencias son tema de catastrofistas u ociosos, habría que recordarles que estamos pronto a conmemorar al Centenario de la Revolución Campesina en Rusia que en 1917 hundió la monarquía zarista y concluyó con los bolcheviques en el poder.

Las calamidades de la Primera Guerra que devoró la vida de millones de jóvenes campesinos, vestidos de soldados, congelados en las trincheras; las penurias provocadas por el hambre de la muchedumbre y el lujo sin pudor de los poderosos y la ausencia de democracia pavimentaron la ruta a ese engendro feroz que fue el estalinismo en la ahora inexistente Unión Soviética.

Tal vez, por ello, este nuevo círculo del poder económico de alcance planetario, debiese meditar que no por la desaparición del comunismo, están habilitados para generar una espiral de acumulación de activos, empresas y riqueza que tenga a la postre como resultado, que el sistema económico alcance tal grado de concentración que para cientos de millones de asalariados deje de tener sentido la concurrencia a la actividad laboral, pues de ella ya no se puede recoger nada más que no sea agotamiento, frustración y desencanto.

La desigualdad, en suma, por su extensión y volumen se va transformando, paso a paso, de una inaceptable injusticia en el más duro factor de atraso y de perturbación económica y deterioro moral. De allí surgen las semillas del odio y la violencia que conducen a tragedias históricas que se pueden y deben evitar.

En consecuencia, se debe encontrar un nuevo camino hacia el desarrollo, justo, sustentable, eficaz y eficiente, capaz de crear riqueza sin castigar con inequidad a los que la producen.

No se trata, como insinúa la derecha, que en la izquierda estemos pensando que los países y las personas puedan progresar sin trabajar, que estamos imbuidos por el despropósito de fomentar el ocio y la vagancia bajo el amparo del Estado y de una burocracia ineficiente; esa caricatura interesada ha sido reiterada tantas veces y tantos años como biombo de la vergonzosa expropiación del esfuerzo humano, precisamente, por grupos parasitarios que abultan rentabilidades en proporciones escandalosas gracias a operaciones financieras fraudulentas, a la desregulación que les permite manipular mercados y falsificar los márgenes de ganancias, así como, al despliegue del “lobby” para atemperar y/o neutralizar las decisiones del sistema político.

Lo que queremos es que a la gente no se le arrebate el fruto de su trabajo, que pueda vivir y progresar en paz, de manera que el país pueda alejar cualquier riesgo de una fractura social por el descontrol de la desigualdad, que exista fuerza social mayoritaria y suficiente para condenar la violencia y se reponga, proyectándose a largo plazo, un sentido de país compartido en toda la sociedad chilena.

No hay que esperar otra catástrofe como la que se generó como resultado de la Primera Guerra Mundial, para que la humanidad sea capaz de actuar y hacer frente a una deformación en el crecimiento económico que expone a la civilización a una tragedia incuantificable.

Debiéramos comenzar por Chile. Con un gran concierto nacional para enfrentar la desigualdad, mancomunando las mejores energías de la nación, para dotarnos con un programa de regulaciones económicas y de protección de los derechos sociales garantizados que permitiesen dinamizar la institucionalidad democrática y vigorizar la renovación del sistema político.

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