El hecho de suspender clases para permitir el despliegue de un narco funeral, tal como ocurrió en Valparaíso días atrás y recientemente en la comuna de Pedro Aguirre Cerda, es una muy mala señal, que muestra cómo las conductas del hampa se imponen de forma descarada por sobre las normas del Estado de Derecho. Lo peor es que aquello ocurre en desmedro de uno de los más fundamentales derechos ciudadanos: la educación.
Si el Estado es incapaz de cumplir su principal función, que es garantizar la seguridad de las personas, es difícil que pueda hacerlo respecto a garantizar el ejercicio de otros derechos y libertades, como la educación, la libertad económica, la libertad de movimiento, la libertad de expresión, etc. Menos aún podrá cumplir con garantías o prestaciones sociales si es permeado por la corrupción, la captura de rentas o el crimen organizado. Peor aún, si pensamos en el riesgo que implica que el Estado esté ausente al interior de las cárceles, tal como ocurre en otros países de la región. En ese sentido, en Chile estamos absolutamente al debe con la rehabilitación que, entre otras cosas, ayuda a impedir que la reclusión se convierta en una especie de escuela del delito.
Suspender clases para que mafiosos hagan aspaviento de su poder de fuego, no obstante, es solo el síntoma de un problema mayor en Chile, que tiene relación con el desdén respecto a aplicar las normas como corresponde. Desde hace tiempo ha existido laxitud en ese sentido, en varios ámbitos de la vida social en nuestro país. El ejemplo más fehaciente de aquello es lo que por años viene ocurriendo en La Araucanía, donde el terrorismo ha campeado con total desparpajo, incluso con indirecto apoyo discursivo de ciertos sectores políticos. Cómo olvidar que la exministra del Interior Izkia Siches hablaba sin criterio alguno de Wallmapu, hasta que fue recibida a balazo limpio. Ha sido tal la condescendencia con el terrorismo que, hasta hace no mucho, Llaitul era vindicado como una especie de Mahatma Gandhi. Hasta el Presidente Gabriel Boric hacía procesión a Temucuicui hablando de territorios liberados.
Ahora, los criminales incluso les disparan a los niños en sus transportes escolares. A ese nivel de brutalidad hemos llegado. Si eso no es terrorismo, entonces estamos totalmente desorientados como país.
Desde hace tiempo que en Chile se comienzan a hacer evidentes las fisuras en el Estado de Derecho, cuyas causas son múltiples y variadas. El estallido social fue en sentido estricto un desafío al Estado de Derecho, donde hordas de personas actuaban con total arbitrariedad en contra de bienes públicos y propiedad privada. Con ello no se sembró más dignidad, sino impunidad y salvajismo. Algo que, además, afecta con más fuerza a los más pobres.
La extensión o reparación de esas fisuras en el Estado de Derecho dependerá esencialmente del refuerzo de las prácticas sociales que rechacen las conductas inciviles, como no pagar el pasaje, junto con el predominio de discursos públicos a favor del respeto a las normas en diversas dimensiones. En otras palabras, no sacamos nada con hacer la ley si validamos la trampa como expresión de desobediencia o pillería, con o sin corbata.
La voluntad política de aplicar las leyes no tiene sentido si en el discurso público se avala, directa o indirectamente, el atropello y la arbitrariedad bajo burdas apelaciones a la injusticia, la rabia o la exclusión. Un buen ejemplo de los efectos nefastos de esto es la débil aplicación de normas al interior de las escuelas. Por años no ha existido respaldo político y discursivo para que en los colegios se apliquen las normas como corresponde ante alumnos que trasgreden reglas o amenazan, incluso violentamente, a sus maestros o compañeros. Esa lógica condescendiente con la transgresión y la moral de la pandilla ha convertido al Instituto Nacional, otrora Foco de Luz de la Nación, en una especie de cubil desde donde, cada tanto, afloran hordas de pirómanos.
La voluntad política de aplicar las leyes tampoco tiene sentido si quienes deben aplicarlas o establecerlas no dan el ejemplo. En eso también hemos visto una disposición, sobre todo de parte de algunas élites -políticas y empresariales- a torcer las reglas y pasarse de listos. La crisis de autoridad, en parte, se explica por el desdén respecto al cumplimiento de normas en diversas instancias por parte de quienes deberían dar ejemplo de rectitud.
Ese desdén con respecto a aplicar las normas también se camuflaba, cual mano de mago, con anuncios grandilocuentes respecto a la seguridad, propios del oportunismo electoral. Pero es claro que anunciar el término de la fiesta para los delincuentes o autoproclamarse como sheriff, no resuelve el problema en ningún sentido. Solo reflejan la carencia de líderes políticos serios y el auge de dinámicas populistas y demagógicas en medio del caos anómico.
A propósito de demagogos. Si no existe la voluntad política para hacer cumplir las leyes, es difícil que exista una forma adecuada y seria de legislar desde el Congreso. En ese sentido, el desdén respecto a cumplir las normas también se traduce en una mayor desprolijidad de parte de los parlamentarios respecto a la función legislativa en sí. No es raro que las leyes sean de mala calidad, se hagan de forma atolondrada y además terminen en letra muerta o generando mayores problemas. Lo vemos claramente, otra vez, respecto a un eventual sexto retiro de las AFP. Y todo esto es una cadena. Pues si las leyes son deficientes, tampoco queda mucho por esperar de los jueces, los fiscales o las policías.
En Chile, el panorama no es alentador en cuanto al cumplimiento de las normas. Es claro que hay incivilidad y anomia. Eliminar las grietas en nuestro Estado de Derecho parece una tarea titánica en ese sentido. Sin embargo, aún estamos a tiempo de evitar caer en una lógica donde el estado se torna indiferente, anómico o incluso fallido. Ello requiere voluntad política pero sobre todo liderazgos responsables, legisladores serios y magistrados comprometidos con la justicia, que apliquen las normas del Estado de derecho sin mediar las encuestas ni las fotos para la prensa.
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