La crisis habitacional que cursa en todo el planeta ha empujado a millones de personas a vivir en la calle, en viviendas inadecuadas, hacinadas o inseguras, en campamentos y en tomas de terrenos, permanentemente enfrentados al riesgo de ser desalojadas de sus hogares. Otras tantas viven en lugares aislados, alejados de los servicios mínimos necesarios para asegurar una vida digna, mientras no pocos viven pagando arriendos y dividendos usureros que pueden representar hasta el 80% de sus ingresos mensuales, en un mercado completamente desregulado, que permite y facilita la especulación y el abuso. Cada día que pasa la crisis se hace más compleja por la diversidad de causas que la provocan, que si bien pueden variar según el contexto geográfico y socioeconómico de cada lugar, posee factores comunes, tanto en el norte como en el sur global.
Entre las causas destaca la desigualdad económica y la creciente concentración de la riqueza, determinada principalmente por la desigual repartición de los beneficios que genera el modo de producción entre la clase dominante y quienes realmente generan la riqueza, las y los trabajadores. Esto, unido al debilitamiento del Estado en su rol de garante de los derechos fundamentales, promovido por los partidarios del neoliberalismo, limita drásticamente el acceso a la vivienda para grandes sectores, lo que se ve agravado por el constante aumento del costo de vida y la precarización del empleo, que solo buscan sostener la tasa de ganancia, reduciendo el poder adquisitivo de las familias en un contexto de mercantilización absoluta de su existencia y obligándolas a financiar con deuda gran parte de sus vidas, lo que dificulta el pago de alquileres o hipotecas.
Por otro lado, para la clase dominante y parte de las capas medias altas, la vivienda se ha convertido en una inversión atractiva, lo que ha generado una burbuja inmobiliaria que aumenta los precios de manera artificial, causando que los valores se disparen sin control, generando una escasez relativa de vivienda en medio de un aumento constante de la población principalmente urbana, lo que radicaliza la presión por el derecho a la vivienda.
Y como si lo anterior fuera poco, la ocurrencia cada vez más permanente de desastres naturales, de incendios, muchas veces intencionales, sumados a la promoción que hace el capital transnacional de guerras destinadas a destruir factores productivos, vaciar territorios para apoderarse de todos los mercados, agudizan la crisis por la destrucción masiva de viviendas que implica, generando desplazamientos forzosos de poblaciones enteras y crisis humanitarias cada vez más dramáticas, lo que contrasta de manera cruel con la oportunidad que representan dichos fenómenos para las inmobiliarias, que luego se hacen cargo de la demanda por viviendas, tanto en las zonas de acogida como en las zonas que requieren con urgencia, procesos de reconstrucción.
Como botón de muestra, solo en nuestro país el déficit cuantitativo de vivienda supera ampliamente las 500.0000 unidades; y el déficit cualitativo, el millón. En la última Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica de Chile, el porcentaje de población que se siente confiado en poder acceder a una vivienda propia se desploma a solo 13%, su peor nivel en la historia del indicador.
Todo esto ocurre a pesar de que la vivienda fue considerada desde hace tiempo, a nivel internacional, como un derecho humano fundamental, lo que significa que todas las personas, sin distinción ni exclusión alguna, tienen derecho a un lugar seguro y adecuado donde vivir, en condiciones de salubridad, accesibilidad y que permita el desarrollo de la vida familiar y comunitaria, independente de su forma de tenencia. El derecho a la vivienda tiene raíces históricas profundas y complejas. Su evolución ha estado estrechamente ligada a la incorporación y el ascenso de los sectores populares en la política y los cambios sociales, económicos y políticos que esto genero a lo largo, principalmente del siglo XX.
En las primeras comunidades humanas, la vivienda era esencial para la supervivencia y se construía de manera colectiva. La idea de una vivienda individualizada y propiedad privada era prácticamente inexistente. Formaba parte del tejido social y estaba estrechamente vinculada a la tierra y a los recursos naturales. Era la comunidad la que asumía la responsabilidad de proveer de vivienda a sus miembros. Con el surgimiento del excedente en la agricultura y las primeras civilizaciones, la vivienda comenzó a diferenciarse según la clase de pertenencia y la posición social y económica de las personas. Los palacios, templos y casas señoriales contrastaban enormemente con las viviendas humildes de los campesinos y los artesanos. A pesar de ello, ya el derecho romano, aunque reconocía la propiedad privada, también establecía ciertas regulaciones para garantizar el acceso a la vivienda de los ciudadanos.
La Revolución Industrial provocó un éxodo rural hacia las ciudades, generando una demanda masiva de vivienda, la que al no ser abordada de manera adecuada, fue congregando a los sectores populares super explotados en barrios sin las condiciones mínimas para la subsistencia, tornando insufribles las condiciones de vida en las ciudades industriales, caracterizadas por viviendas absolutamente precarias, con altos índices de hacinamiento, sin el saneamiento adecuado y por lo tanto, campo fértil para la difusión en la clase explotada de todo tipo de problemas sociales. Fue así como el movimiento obrero comenzó a exigir mejores condiciones de vida, incluyendo el acceso a una vivienda digna. Lo anterior se agudizó con las dos guerras mundiales que destruyeron millones de viviendas y desplazaron a millones de personas, lo que puso de manifiesto la importancia de la vivienda como un derecho fundamental.
Surgieron así los diversos pronunciamientos sobre el particular. En 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoció el derecho a un nivel de vida adecuado, incluyendo vivienda, alimentación y vestido. Luego el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 1966, reafirmó el derecho a una vivienda adecuada, estableciendo que todos tienen derecho a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluido alimentación, vestido y vivienda adecuados y a una mejora continua de las condiciones de existencia.
La vivienda, por tanto, se constituyó es el elemento en torno al cual gira la vida por lo que resulta esencial para la dignidad humana, entendida esta como esa capacidad de tomar decisiones sobre la propia vida y perseguir la felicidad, en un marco de autonomía plena, con control sobre el porvenir y con la posibilidad cierta de ejercer los derechos que nos asisten, ya que proporciona un espacio privado y seguro donde las personas pueden desarrollarse física y mentalmente. Una vivienda adecuada permite, además, acceder a servicios básicos como agua potable, saneamiento, electricidad, salud y educación, cultura y esparcimiento, imprescindible para un desarrollo integral, algo inimaginable sin la necesaria seguridad jurídica sobre ese espacio vital.
El acceso a una vivienda digna se transformó en parte fundamental de la lucha contra la explotación y la pobreza, como elemento indispensable para el logro la tan ansiada y manoseada estabilidad social, ya que una población con acceso a una vivienda adecuada, siempre será más capaz de satisfacer sus necesidades materiales e inmateriales y por ende más feliz, más productiva y contribuyente al desarrollo económico y social de los pueblos.
Así las cosas, en un contexto en donde la derecha viene imponiendo, a veces por la fuerza y en otras a través de los medios hegemónicos, la idea del Estado mínimo, culpándolo, además, de todos los males de la sociedad, el problema mayor sigue siendo el tremendo déficit de políticas públicas, lo que se ha traducido en una falta permanente y sistemática de inversión estatal en vivienda social. Resulta indispensable entonces, adoptar políticas públicas con estrategias de largo plazo que involucren principalmente a los gobiernos, para lograr la colaboración de las instituciones financieras, del sector privado, de las organizaciones de la sociedad civil y de la ciudadanía en general.
Entre las más habituales se encuentran la construcción directa, por parte del Estado, de viviendas sociales, con el objetivo de entregar en propiedad plena, viviendas para las familias de más bajos ingresos. Otra manera es mediante la construcción de viviendas estatales para arriendo protegido o a precio justo, con el objetivo de des mercantilizar esta área fundamental de la vida de las personas, evitando así que el mercado abuse y especule subiendo los costos del arriendo y de los créditos hipotecarios. Una forma complementaria y ampliamente difundida en los países desarrollados, es la protección de los derechos de los inquilinos, fortaleciendo la legislación que los protege contra los desalojos arbitrarios y los alquileres excesivos.
Pero todo lo anterior no resulta suficiente. Es necesario desarrollar políticas de vivienda y suelo para el desarrollo de asentamientos humanos adecuados, promoviendo la reutilización y la densificación de los centros urbanos deteriorados, normalmente de baja altura, además del surgimiento de nuevas urbanizaciones sustentables, cuando resulte imprescindible, para la mejora de las condiciones de vida en los barrios marginales. Se debe para ello involucrar a las comunidades en la planificación y gestión del desarrollo urbano e invertir en mejorar la infraestructura urbana de los mismos, para facilitar el acceso a servicios básicos y oportunidades.
En resumen, la historia del derecho a la vivienda es un reflejo de la evolución de las sociedades humanas y de la lucha por la justicia social. Desde las primeras comunidades hasta la actualidad, la vivienda ha sido un elemento fundamental para la vida humana y un objeto principal de deseo y conflicto, por lo que debe ser garantizado para todas las personas en aras de establecer ua sociedad segura.
Lograr este objetivo requiere de un esfuerzo conjunto de gobiernos, empresario, organizaciones de la sociedad civil y pueblos en general, pero ese esfuerzo conjunto, requiere antes, de aumentar la recaudación del estado para obtener los recursos necesarios para atender esta y otras necesidades urgentes, antes que se haga inevitable una nueva revuelta popular.
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