Pactos electorales y fragilidad partidaria: amenaza de degradación final del sistema político

Angelo Panebianco, en "Modelos de Partidos", advierte que las alianzas electorales no siempre consolidan la identidad y cohesión de los partidos; al contrario, en sistemas competitivos, pero desinstitucionalizados -donde los pactos son frecuentes y crecientemente heterogéneos- esas coaliciones pueden fracturar el tejido interno de los partidos, generar escisiones, erosionar la disciplina partidaria y debilitar los incentivos para la acción coordinada.

En Chile, la atomización del sistema de partidos ha naturalizado la práctica de pactos más tácticos que programáticos. Desde 2017, cada elección trae consigo un reacomodo de siglas y candidaturas que complejiza las negociaciones interpartidarias. Sumar fuerzas se convierte en un intercambio mercantil: los partidos negocian cuotas de poder en lugar de compartir visiones estratégicas, y la solidez de los acuerdos queda supeditada al equilibrio de último minuto.

El resultado es un sistema más volátil, polarizado y proclive a la escisión interna. Cuando la meta dominante es maximizar escaños, los incentivos perversos apuntan a fragmentarse -ya sea mediante la escisión o la creación de nuevos partidos- en lugar de fortalecer orgánicamente las colectividades existentes. La disciplina interna se resiente y, en paralelo, proliferan abandonos de candidaturas presidenciales durante las campañas de reelección al Congreso, presagiando un negro panorama para la coordinación legislativa futura.

La mediatización de la política potencia el individualismo y aumenta el riesgo de transfuguismo. A medida que los vínculos colectivos pierden fuerza, diputados y senadores se ven tentados a reacomodarse según intereses individuales o de camarillas, alimentando una lógica de alianzas transaccionales donde la gobernabilidad depende de incentivos unipersonales y prebendas discrecionales, en detrimento de la coherencia programática.

La irrupción futura de bloques populistas -en una Cámara de Diputados enfrentada en polos, pero sin mayorías claras- solo promete intensificar el clientelismo y profundizar la degradación de la política. En esa encrucijada, revertir la espiral de fragmentación voluntarista y coaliciones líquidas exige, junto con reformas a la ley electoral, reconstruir incentivos colectivos de disciplina y lealtad.

En primer lugar, los pactos electorales y postelectorales deben formalizarse con cláusulas programáticas vinculantes y mecanismos de cumplimiento verificables, de modo que el incumplimiento acarree al menos sanciones reputacionales. En segundo lugar, los partidos requieren espacios internos de deliberación auténtica, donde sus miembros discutan y legitimen alianzas antes de aprobarlas, preservando así la identidad colectiva y reduciendo la tentación de escindirse. Por último, es imprescindible revalorizar la carrera política de largo plazo, promoviendo la cooperación como un activo más valioso que la visibilidad momentánea.

El desafío no es suprimir la pluralidad ni penalizar individualidades, sino transformar las alianzas -tanto preelectorales como postelectorales- en compromisos consistentes y duraderos. Solo si alineamos las reglas del juego con una cultura de disciplina, deliberación profunda basada en evidencia y lealtad programática, podremos mejorar la capacidad de gobernar y legislar con coherencia, reparando en parte la ya deteriorada confianza ciudadana en partidos y congresistas.

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