En el sentido común dominante, la coyuntura actual suele describirse como una época de alta polarización. El diagnóstico parece evidente: discursos más duros, identidades enfrentadas, climas emocionales intensos. Sin embargo, esa lectura omite una paradoja central. Nunca hubo tanta polarización discursiva con tan poco espesor político. Y quizá sea ahí donde se juega una parte decisiva de la derrota reciente de la izquierda y el progresismo.
El triunfo de José Antonio Kast en la elección presidencial no puede leerse simplemente como una victoria de las ideas de la derecha. No hubo, en rigor, una adhesión masiva a un programa ideológico consistente ni a una visión articulada de sociedad. Lo que se impuso fue algo más difuso: la promesa de un "gobierno de emergencia", una fórmula que apela menos a un proyecto que a una situación excepcional. Más que una derecha afirmativa, lo que ganó fue un relato de urgencia, orden y administración del miedo.
Ese gesto no es menor. La idea de un gobierno de emergencia, aunque formulada desde la ultraderecha, dialoga extrañamente con viejas figuras de la política chilena: el llamado a una suerte de unidad nacional, la suspensión momentánea del conflicto, la promesa de que primero hay que "ordenar la casa" y después -eventualmente- volver a deliberar. No es una propuesta intensamente política; es, más bien, una respuesta despolitizadora a una sociedad fatigada.
Aquí aparece la paradoja. Mientras el clima se volvió más áspero, los contenidos políticos se diluyeron. En comparación con la llamada época de los consensos -frecuentemente acusada de despolitización-, hoy hay menos proyecto, menos disputa sustantiva sobre el modelo de desarrollo, menos horizonte compartido. Hay más identidad, pero menos orientación. Más afirmación de pertenencia, pero menos elaboración de sentido.
La izquierda y el progresismo quedaron atrapados en esa tensión. En los últimos tres años sufrieron sus tres peores derrotas electorales desde mediados del siglo XX: el rechazo a la propuesta constitucional, la primera vuelta presidencial y, finalmente, la derrota en segunda vuelta. No se trata de una seguidilla azarosa. Algo más profundo está en juego.
La ampliación inédita de alianzas -desde la Democracia Cristiana hasta el Frente Amplio- no logró revertir esa tendencia. Al contrario, coincidió con una pérdida sostenida de apoyo. La unidad política no produjo politización social. Y cuando la política se organiza sin lograr producir reconocimiento, el elector no se radicaliza: se distancia, calcula o se repliega.
Por eso el triunfo de Kast no debe leerse como una derechización plena de la sociedad chilena. Más bien expresa el vacío dejado por propuestas que no lograron traducir sus promesas en una experiencia reconocible. Cuando la política no ofrece un relato capaz de alojar el miedo, la incertidumbre y las contradicciones reales de la vida social, otros lo hacen, aunque sea bajo la forma precaria de la excepción.
La paradoja es incómoda, pero insoslayable: la polarización actual no fortaleció la política; la debilitó. Y mientras no se asuma esa distancia -mientras se siga confundiendo intensidad discursiva con politización efectiva-, las derrotas seguirán apareciendo como sorpresas, cuando en realidad son síntomas de un desajuste acumulado.
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