Cerrados todos los canales institucionales por una represión feroz del Estado chileno contra los pueblos originarios desde siempre, a éstos no les ha quedado más que la calle y en los últimos años la violencia política para hacer escuchar sus reivindicaciones de justicia histórica, evidenciando el fracaso del sistema político chileno para gestionar este problema que ya tiene siglos de duración.
Un problema político-estructural, el Estado lo ha transformado en sólo uno de seguridad pública, lo que demuestra que se confunden los efectos con las causas. La inseguridad pública es una consecuencia de la represión histórica contra la movilización social de los pueblos originarios por sus inalienables derechos, no la causa central del problema. Esta rocambolesca confusión entre causa y efecto del legítimo descontento de los pueblos indígenas ha sido, en gran medida, solo respondida con más represión, lo que provoca, si no se cambia la óptica política, un incontrolado desorden público violento garantizado, como ya está sucediendo.
Lo único claro es que el supuesto error político de confundir los efectos con las causas es ya una estrategia política tan deliberada como perversa, para centrar las prioridades no en la solución del problema central, que es la respuesta política del Estado chileno sobre la deuda histórica que mantiene con los pueblos originarios, sino todo se centra en su efecto, la seguridad pública. Es decir, la causa de la rebelión de las naciones originarias, postergadas durante siglos, queda eclipsada por su efecto -el desorden público ya con grados de violencia política desatada- centrando el Estado toda su agenda política en su relación con la comunidad indígena en la gestión represiva para reestablecer la seguridad pública circunscribiendo toda la problemática de los pueblos originarios en un asunto solo de orden público.
Al centrar el Estado todo su poder en el efecto, el problema central queda totalmente discriminado y, por último, enterrado en gigantescas operaciones represivas mediáticas permanentes del Estado contra los pueblos originarios para restablecer el orden público. Paradojalmente, esta estrategia consigue, obvio, lo que busca: Una respuesta violenta de los pueblos originarios, lo que transforma este conflicto histórico en un círculo vicioso con una espiral de violencias recíprocas que atentan contra el problema central, ya olvidado y enterrado por las violencias mutuas siempre in crescendo que solo garantizan la erosión permanente del orden público, que es lo que, pareciera, busca el Estado chileno.
Es perentorio que esta estrategia, que oculta la nula voluntad política para solucionar los conflictos de los pueblos originarios, concluya. El Estado chileno no puede continuar respondiendo a esta legítima demanda histórica de los pueblos originarios -alcanzar su reconocimiento como nación y cultura propias y su autonomía para gestionar su gobernabilidad y, por supuesto la devolución de sus tierras- sólo con una cada vez más sofisticada represión para restablecer exclusivamente el orden público. La solución, es una mesa de diálogo permanente y con verdadera voluntad política, de la cual sólo un acuerdo firmado por ambas partes permita volver a ponerlos de pie.
Lamentablemente, el Estado chileno no ha respetada jamás los acuerdos, lo que ha dinamitado la confianza del pueblo indígena a las autoridades chilena. Por lo tanto, esta mesa negociadora debe estar resguardada por una organización internacional que vele tanto por el desarrollo de las tratativas como también por el cumplimiento de los acuerdos. Además, estos acuerdos impostergables y urgentes debe recogerlos la nueva Constitución que deberá algún día diseñarse cuando se jubile la de la dictadura para constitucionalizar la solución a esta problemática reconociendo a los pueblos originarios como un valor en sí mismos y declarando a Chile una república plurinacional y pluricultural, y otorgar una cuota de representación permanente en las instituciones del Estado o, por defecto, la creación de un Parlamento autónomo de los pueblos originarios para que dirimen su problemática en forma independiente, como sucede en algunas comunidades originarias de Europa, que tienen su propio parlamento autónomo sin que esto funcione en detrimento de la unidad indisoluble del país, sino más bien como un enorme aporte democratizador y de justicia histórica para con los pueblos originarios.
En Chile no habrá orden público garantizado sin el reconocimiento y solución de la deuda histórica que tiene el Estado chileno con los pueblos originarios. La alternativa en esta problemática, que es política, es una sola: reconocimiento a los pueblos originarios de sus especificidades como nación y cultura. Vale decir, otorgarles autonomía institucional dentro de un marco irrestricto de respeto y cooperación recíprocas entre las dos partes. Son ellos, como nación con una cultura propia, los que deben dirigir y dirimir el destino de sus pueblos en un diálogo y convivencia democrática con el Estado chileno.
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