El fenómeno del llamado peyorativamente por el progresismo como "facho pobre" representa uno de los triunfos más inquietantes de la nueva neoultraderecha: su capacidad para capturar el apoyo de sectores históricamente marginados que votaban a los partidos progresistas. Su mayor conquista es que han entrado en las cabezas de los más vulnerables del sistema que estarían votando, en rigor y metafóricamente, a favor de sus verdugos.
En países desarrollados y emergentes como Chile, crecientes franjas de la clase trabajadora -tradicionalmente afines a proyectos progresistas- hoy adhieren a discursos de extrema derecha. Ejemplos sobran: votantes obreros en Francia que votaban a comunistas respaldan a la fascista Agrupación Nacional, sectores populares italianos antes progresistas apoyan a Hermanos de Italia, un partido que modernizó la doctrina del creador del fascismo, Benito Mussolini; o 20% del electorado sueco -una buena cantidad siempre socialdemócrata- ahora se han volcado hacia opciones reaccionarias ultraderechistas. Esta tendencia se replica en gobiernos en Argentina, EE.UU. (con mayoría absoluta en ambas cámaras), Hungría, El Salvador, Eslovenia, Ecuador, Bélgica, Suecia, y con una muy buena representación en todos los parlamentos europeos.
En Chile, candidatos como José Antonio Kast, del Partido Republicano; y Johannes Kaiser, del Partido Nacional Libertario, encarnan esta corriente. Ambos, herederos ideológicos del extremismo ultraderechista e hijos de alemanes nazis que huyeron de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, promueven un proyecto autoritario que promete orden militar, identidad nacionalista y, paradójicamente, más mercado ultraneoliberal con menos Estado como castigo a un sistema percibido como traidor.
Este giro político no surge en el vacío. Si bien las últimas décadas han traído avances en derechos de género, diversidad sexual y ecología, como también y bajo un gobierno de centro izquierda por 15 años ininterrumpidos, y un crecimiento económico notable sacando de la pobreza a millones de personas, también ha desarrollado una desigualdad económica estructural, donde el crecimiento macro ha beneficiado a una élite, marginando a las clases medias y bajas. La democracia, incapaz de frenar esta concentración de riqueza en el 1 % de la población bimillonaria en detrimento del 99%, ha perdido legitimidad especialmente entre quienes no ven mejoras reales en su vida cotidiana, en especial dentro de esas clases que pasaron de la pobreza dura a ser baja y media baja.
El "facho pobre" es el ciudadano o ciudadana desencantado, con trabajos de mala calidad, con jornadas extenuantes y sueldos precarios, que vive en entornos degradados, que ya no confía en las instituciones de la democracia. Su voto no es ideológico, sino emocional: más como un castigo a los partidos democráticos llamados tradicionales. El "facho pobre" siente que los derechos ampliados de toda índole no lo incluyen, y que el sistema de democracia ha olvidado su promesa de bienestar.
La ultraderecha capitaliza ese resentimiento, dirigiéndolo con un discurso de odio y miedo contra migrantes, que identifican a todos como delincuentes y culpables de la inseguridad pública, contra minorías sexuales y contra la mayoría de la población, las mujeres. Con un discurso de odio ultra misógino, homófobo, xenófobo y racista, como antes se hizo con los judíos en la Alemania nazi, los deshumaniza culpándolos de todos los males del universo. Esta estrategia polarizante tiene como fin dividir el escenario político y social para difuminar el problema real: un neoliberalismo post crisis financiera de 2008 que les quitó a la clases baja y media su poder adquisitivo que tuvieron antes de esta crisis, y el vaciado de la esencia del Estado democrático: su capacidad protectora permanente del bien común desfinanciándolo para reducirlo solo a un agente más del poderoso mercado privado. En rigor, si la desigualdad intrínseca del neoliberalismo crea a la neoultraderecha, entonces es el neoliberalismo el que crea el «facho pobre».
Este no vota por los ultras; vota contra una democracia que siente que lo traicionó. La respuesta no puede ser el desprecio ni la condena moral, sino una reconexión política real. Si las fuerzas democráticas, de todos los colores políticos, no entienden la rabia ni la desilusión del "facho pobre", que no fueron capaces de atender a tiempo implementando los cambios estructurales que acaben con la desigualdad socioeconómica neoliberal, seguirán perdiendo en favor de la ultraderecha a quien más necesitan representar, y el tsunami ultraderechista quita derechos será nuevamente inevitable con el sacrificio del sistema democrático.
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