El desafío es mayúsculo

La contingencia demanda inmediatez. Sin embargo, cualquier intento de explicar la realidad con conclusiones absolutas termina pecando de premura, por más elocuente que parezca. En política, las derrotas se procesan. Forman parte de un juego iterativo entre actores que disputan poder y representación. En consecuencia, nada es definitivo; menos aún en contextos de alta polarización, donde las alternancias y la "lógica pendular" suelen operar como castigo del elector.

Ese apuro suele nacer de dos impulsos. Por un lado, la ansiedad de encontrar respuestas ante el fracaso y, por otro, la soberbia de creer que es posible explicarlo todo por la resaca de la derrota. Algo de eso ocurre hoy en el progresismo chileno. Tras el triunfo electoral de la candidatura de José Antonio Kast, expresión de un proyecto nacionalista de carácter conservador, la presión desde las propias filas de izquierda y centroizquierda empuja a producir relatos rápidos para colmar la angustia.

El problema es conocido. Las generalizaciones apresuradas son una tentación recurrente cuando observamos fenómenos complejos. Giovanni Sartori, clásico politólogo italiano, dedicó numerosas páginas a advertir sus costos desde el método y la epistemología. La tentación aumenta porque la dirigencia "debe" respuestas a sus huestes. Pero responder no equivale a diagnosticar. Cuando el análisis se vuelve irracional, apresurado o falaz, la política se expone a un ciclo de errores que la historiadora Barbara Tuchman llamó "la marcha de la estupidez".

Para Tuchman, no se trata de una mala decisión coyuntural, sino de la persistencia en el tiempo de decisiones contraproducentes. Su concepto se vuelve operativo cuando concurren, al menos, tres condiciones: 1) El error es visible no solo retrospectivamente, sino también en su propio tiempo; 2) Existían alternativas plausibles a la decisión adoptada; y 3) La determinación se sostiene, pese a las señales de advertencia.

En esa clave, el desafío del progresismo, y en particular de la centroizquierda, es dejar de reaccionar con los mismos reflejos. Debe asumir la derrota como proceso. Tomar distancia de la coyuntura para que la reflexión decante en una síntesis profunda. Esa síntesis no puede reducirse a consuelo ni a culpables, requiere método, evidencia, escucha y priorización. Volver a conectar. La autocrítica debe ser profundamente identitaria para alertar los riesgos de abrazar banderas que no son propias. De allí debiera emerger un proyecto de renovación, innovador, nacional y con vocación de mayorías. Un esfuerzo necesariamente colectivo, capaz de ir más allá de los confines militantes y de ampliar el diálogo con actores sociales y territoriales.

El desafío, además, es orgánico. Implica preguntarse por la arquitectura de la coalición, incluso por la viabilidad de una federación de partidos, y por el tipo de oposición que se ejercerá. Una oposición que fiscalice sin extraviarse en la negación, que proponga sin renunciar a principios, que aprenda sin reescribir la realidad para calzar con el estado de ánimo del momento de manera oportunista.

Aun cuando la derecha conservadora haya avanzado, incluso alcanzando mayorías parlamentarias, cualquier "gobierno de emergencia" carga con su propio límite: la gestión y, con ello, los resultados. El desafío es mayúsculo.

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