Chile no consiguió durante el proceso constituyente en democracia (2019-2023) consagrar una nueva Constitución. Una que nos hubiera unido como nación o al menos nos permita abordar los desafíos globales del presente siglo, tales como el crimen organizado, cambio climático, descentralización, reconocimiento de pueblos originarios, y entre otros asuntos que hoy demanda una nueva institucionalidad para el cambio de época.
Hasta el momento, las cuentas u opiniones respecto del proceso constitucional han estado centradas en el análisis electoral. En efecto, los beneficios para los triunfaron que en este segundo intento estuvieron detrás de la opción En Contra, y los costos políticos de los que estuvieron por el A Favor, pero sin analizar los alcances a la credibilidad y legitimidad de la propia democracia como régimen político.
La interrogante que se nos instala es si en democracia se podrá alcanzar un nuevo pacto constitucional. Actualmente, evidenciamos una fatiga electoral entre los ciudadanos a raíz del dilatado proceso constitucional impulsado como respuesta al Estallido Social de 2019.
Luego de ese periplo, hemos vuelto a fojas cero, aunque con el agravante de que la ciudadanía cuestiona aún más a la clase dirigente y sistema de partidos debido a la imposibilidad en alcanzar amplios acuerdos en tiempos de polarización y crispación. En ese escenario, la potestad para reformar la Constitución recae nuevamente en el Congreso Nacional, órgano en el cual descansa la voluntad soberana por antonomasia, pero que a su vez ha estado desde hace décadas con una baja valoración ciudadana.
Al respecto, la irreflexiva actividad política postmoderna tiende a olvidar los compromisos que cautelan los objetivos del régimen democrático, tales como la representatividad, el respeto a las minorías e institucionalidad vigente, la necesidad de diálogo pluralista y una resolución pacífica de las diferencias. Todo ello brinda sentido al estado de derecho que hoy permanentemente es cuestionado por medio de una revalorización de las acciones insurreccionales y la generalizada anomia.
En efecto, en la actualidad todo se relativiza y presenta como una política pragmática, es decir, valorándola como una política desprejuiciada (sin ideologías), motivada meramente por intereses coyunturales, actitud que nos ha imposibilitado atender las causas de los desafíos globales postmodernos, debiendo limitarnos a mantener una Constitución que es heredera de las convulsiones políticas e ideológicas propias de la modernidad del siglo XX, la cual no aborda sustantivamente los nuevos desafíos.
La tragedia de nuestros tiempos es que las democracias parecen sucumbir a la enfermedad del alzhéimer u olvido de su razón de ser, la cual parece haberse larvado en tiempos del proceso globalizador, cuya dinámica tiende a apagar los sueños colectivos y las visiones de orden justo, y lo sustituye por un mandato de protección de los intereses individuales, en el cual las democracias se vuelven miopes ante las causas de los fenómenos sociales y sus problemáticas.
Una de las evidencias de esa miopía se expresa en la falta de acuerdos políticos por décadas en temas en que la ciudadanía demanda respuestas, tales como las reformas a las Isapres, al sistema previsional, seguridad pública, y tantos otros, incluido el acuerdo constitucional, cuya falta de entendimiento viene a refrendar la incapacidad de ponernos de acuerdo.
Por ahora, no hay interés por reimpulsar un nuevo proceso constituyente. El soberano -el pueblo- lo ha manifestado con toda claridad, lo que significa que probablemente hasta fines del presente gobierno observaremos en el Congreso el debate respecto a los requerimientos institucionales que demanda el país en materia de gobernabilidad.
En consecuencia, el camino se observa pedregoso, pero la actitud ante ello debe ser la del encuentro y entendimiento, ya que esta sería la única estrategia que nos permitiría mitigar las dificultades que conlleva la polarización, anomia y posverdad que hoy nos amenazan.
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