Durante semanas, la hegemonía mediática vaticinó la clarificación del escenario presidencial para el mes de marzo, pero no ocurrió así. En la derecha, Matthei tiene más dificultades ante el crecimiento de las candidaturas del populismo de ultraderecha y el desorden de sus partidos, y en el oficialismo hay importantes definiciones pendientes. En efecto, la reiterada decisión, por parte de la expresidenta Bachelet, de no participar en este proceso electoral resolvió solo esa interrogante porque abrió muchas nuevas preguntas sobre la materia. En rigor, elevó el número de incertidumbres.
Por eso, porque la competencia definitiva no está resuelta surge un número inusual de aspirantes a la Presidencia, varias decenas de pretendientes que esperan juntar las firmas exigidas por ley y lograr inscribir sus postulaciones. En definitiva, aunque Carolina Tohá dejó el gabinete y asumió su candidatura, marzo no pudo resolver la tarea que mediáticamente se esperaba. Los desafíos del engranaje electoral que se ha constituido para estos comicios presidenciales siguen planteados.
Lo principal radica en los procesos de las coaliciones más representativas, por un lado, la derecha tradicional que se ve fuertemente amagada por la irrupción del populismo de ultraderecha, ante lo cual se vuelca sobre el electorado más conservador remarcando una retórica polarizante y confrontacional; y, por otro lado, la coalición de gobierno cuyos principales partidos no deciden su línea estratégica: PS, FA y PC aún no tienen candidaturas propias y tampoco deciden si adoptarán una opción que no sea de sus filas.
Asimismo, la elección del presidente del Senado reflejó los ásperos conflictos de los caudillos de la derecha que, simplemente, no se soportan y son incapaces de darse una conducción conjunta. La fábula del perro y el gato parece encarnarse fielmente en sus controvertidos representantes. En ese desorden, la candidatura de Matthei no tuvo peso alguno salvo asignarse buenas relaciones con ambos contendientes, Ossandón y Kast, legitimando con ello la exitosa rebelión del nuevo presidente del Senado.
Ese doble discurso de la candidata tiene un costo, la pérdida de credibilidad. No es confiable, no le hacen caso. Los grupos que se desgajaron del centro caen en un mar de dudas ante la inestabilidad de estos socios por ellos buscados como tabla de salvación para satisfacer aspiraciones parlamentarias y eventuales cargos de gobierno en el futuro. En rigor, ante ellos la derecha aparece sin la mínima confiabilidad para asegurar que podrán compartir tan codiciadas posiciones de poder.
Estas veleidades y conflictos de quienes se sienten favoritos para las elecciones de noviembre agravan la desconfianza en el sistema de partidos. La responsabilidad de servir al país se ve reemplazada por apetitos irrefrenables de grupos sectarios o personas. Derrotar las malas prácticas y dignificar la política es esencial para fortalecer el régimen democrático en Chile. Lástima que actores gravitantes no se dan cuenta de ello. Los partidos deben superarse y dar respuesta a este enorme desafío.
El mes de marzo también conlleva el recuerdo de crímenes atroces, como los de José Tohá y Alberto Bachelet, en 1974; el secuestro y desaparición del joven dirigente socialista Ariel Mansilla, en 1975; así como el degollamiento de tres militantes comunistas en 1985. Esas atrocidades fueron una lección para toda una generación: Luchar contra la dictadura era una responsabilidad política y una obligación moral, una tarea ineludible para lograr el retorno de la justicia y la libertad a Chile.
Por eso, hoy, los esfuerzos por la unidad más amplia no son simple romanticismo, se fundamentan en el propósito de generar una ancha conjunción de fuerzas que sea capaz de dar la confianza necesaria a la ciudadanía para frenar la arremetida de ultraderecha y lograr un gobierno reformista, maduro y responsable, pero comprometido con los cambios que acentúen la dignidad y la justicia en Chile.
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