¿Tercera vía para la reforma de la Constitución? No, gracias

Ante los desvaríos de la Convención Constitucional, la fórmula que algunos proponen para salvar de alguna forma la idea de reemplazar la Constitución de 1980 -entregar la labor al nuevo Parlamento- es política y técnicamente inobjetable. Sin embargo, ello no resolverá el error de las premisas que han fundamentado todo el proceso constituyente.

La primera de ellas es repetir, de forma acrítica, el relato impuesto desde la violencia callejera y desde los medios hegemónicos, de que todo lo malo que existe en Chile es culpa de la actual Constitución (y no de las élites que la aplicaron; en particular, los viejos y jóvenes representantes de la clase política).

Sin embargo, el aserto "la Carta Fundamental es culpable de todo" olvida que el éxito de una Constitución en materias socioeconómicas nunca depende tanto de su texto, como de quienes lo aplican. Una Constitución limita el poder político -esa es su función principal- para evitar que los políticos de turno aprovechen su poder en perjuicio de los derechos y libertades de las personas.

El fracaso de una Constitución, por tanto, no es la imposibilidad de alcanzar el paraíso en la tierra, sino la conversión de una democracia en dictadura y totalitarismo, en campos de concentración y en tiros en la nuca.

Si además, como todo lo indica, los convencionales de mayoría no están diseñando tanto una Constitución Política como una "no-Constitución" -es decir, un documento que en vez de limitar al poder, les asegure su control total e ilimitado-, la nueva Carta fundamental -que no puede asegurar por sí misma el éxito socioeconómico- sí podría ser una vía directa al paraíso socialista que tantos radicales de ese órgano constituyente sueñan para nuestro sufrido país.

La segunda premisa a desmontar sería el insoportable "origen" de la actual Constitución Política. Pero este argumento pone en el mismo saco la creación de una Carta Fundamental y su aptitud para cumplir la función que le corresponde. Así como la gente sigue comprando vehículos Volkswagen -sin parar en su papel fundamental, en el origen, como propaganda del régimen nazi-, simplemente porque es un buen auto, el origen de la Constitución de 1980 podrá ser traumático, e incluso terrible. Pero sigue siendo una buena Constitución.

Tan buena es que mientras usted lee este artículo, nuestra institucionalidad sigue funcionando de manera relativamente normal a pesar de haber atravesado el país un estallido social, una pandemia, elecciones muy polarizadas y un complicado proceso constituyente. Y, al contrario, el supuesto carácter "democrático y representativo" de la Convención Constitucional no ha impedido que ésta continúe redactando lo que, hasta ahora, es un verdadero imbunche normativo, potencial creador a futuro del peor caos y división política que nuestro Chile haya sufrido nunca.

En estas condiciones ¿vale la pena intentar una tercera vía, para salvar la opción de reemplazar la actual Constitución? En última instancia, el problema que nos tiene en mitad de este proceso constituyente no es ni político ni económico, sino moral: millones de chilenos echando la culpa de sus desgracias a "otros" (a la Constitución Política, a los "ricos", a los políticos, a los empresarios, etc.). Algo de eso, sin duda, es verdad. Pero esos mismos "indignados" sectores ciudadanos parecen no haber tenido problema alguno en aprobar este proceso, aun sabiendo la extraordinaria violencia y sufrimiento que ha traído a cientos de miles de sus compatriotas.

Por eso, aún a riesgo de que nuestro país no salga más del túnel en que se ha introducido, la continuación del proceso constituyente hasta su último estadio -la degustación de este cáliz hasta su última gota- sea, tal vez, la única forma en que yo, usted y nuestros queridos conciudadanos entendamos que en última instancia la salud democrática y funcionamiento de nuestro país no dependen ni de la Constitución, ni de los políticos, ni de los empresarios -al final del día, originados en la misma sociedad que los elige o empodera-, sino de nuestra propia responsabilidad y altura moral y política.

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