No hay novedad en la alusión a la "batalla cultural" que pueda hacer un ministro del gabinete de Javier Milei en Argentina, cuyo jefe supremo se ha esmerado en actualizar un concepto de resonancias marxistas heterodoxas. Algo más novedoso es que la frase corresponda al responsable de la economía trasandina, Luis Caputo, un tecnócrata históricamente asociado más al consenso de Washington que a las guerrillas de las ultraderechas emprendidas hace décadas. De alguna manera, es indicador de la preminencia de esta corriente en el multiverso conservador y neoliberal que ha terminado por rendirse al estilo político populista y estridente también en política exterior.
Este es concepto no es menor, constituye el epoxi que fusiona experiencias tan específicas y disímiles como Trump, Marine Le Pen, Bolsonaro o Milei. Para empezar, la gran recesión de 2008 -derivada de la crisis económica subprime- dividió a las derechas populistas y radicales: Mientras las de norte desarrollado se hicieron más proteccionistas, las del sur global profundizaron en el híper neoliberalismo. Por lo tanto ¿qué tienen en común? Aunque la derecha radical adolece de nucleamiento en torno a una ideología formal, Cass Mudde (2019) sostiene que representa un conjunto de predisposiciones moldeadas por percepciones normativas y amenazas exógenas. Su praxis es la vociferación de un argumentario apocalíptico y adámico, la denostación maniquea del adversario, y sobre todo la referencia a la "guerra cultural". Dichas posturas no emergen de principios abstractos, sino que es son la respuesta ante la impresión de amenazas sobre normas y valores tradicionales de la cultura y la economía.
Los orígenes de estas asunciones hay que buscarlos en Alain de Benoist, autor inaugural de la Nouvelle Droite francesa, quien rescató a la marginalidad neofascista proponiendo sincretizar elementos tradicionales, nacionalistas, incluso esotéricos y paganos, con una cierta mímesis de las pautas de las izquierdas no oficialistas: Como el Trotskismo y sobretodo la reflexión de Gramsci acerca de ganar terreno cultural gradual y pacientemente. Este giro fue una de las réplicas no inmediatamente percibidas del mayo del '68 francés. Así, mientras en Chile la "nueva canción chilena" disputaba el espacio en el dial a las tonadas típicas del Valle Central del país, De Benoist usaba sus libros como punta de lanza de un combate por la construcción de un nuevo sentido común, creando centros de pensamiento y promoviendo revistas para una nueva interpretación de eventos internacionales a la luz de su cosmovisión.
Dicha semilla fructificó en la ultraderecha que a fines de siglo (1980-2000) actualizó su imagen para incrementar su influencia: Se consolidaron el Frente Nacional en Francia, el Partido de la Libertad de Austria y el Vlaams Blok flamenco en Bélgica, todos con escaños parlamentarios, aunque a menudo sin integrar gobiernos nacionales. Los "cordones sanitarios" operaban, aunque dichos proyectos -que comenzaron a ser denominados nacional-populistas-, sumaban adeptos. Al mismo tiempo, desde Rusia emergió la figura de Alexander Duguin, quien apuntaló al nacional-bolchevismo con su reivindicación de una comunidad eurasianista regida por una democracia orgánica anti-liberal en un contexto multipolar. El filósofo ruso se constituyó en un verdadero símbolo de las nuevas extremas derechas, encontrado inesperado eco entre izquierdas de las periferias, añorantes de la bipolaridad de la Guerra Fría o cualquier otro sustituto a la primacía de Estados Unidos.
En dicho país, James Davison Hunter se refirió a la "guerra cultural" (1991) en primer lugar para describir a las contra-corrientes que aparecieron en los Estados Unidos de los '60: La demanda de derechos civiles, el pacifismo, el multiculturalismo, y el feminismo, todas en pugna abierta con las perspectivas dominantes y establecidas, hasta que dichas sensibilidades fueron en gran parte asumidas por la sociedad. Sin embargo, lejos de culminar esta lucha reencarnó en las batallas de fines de siglo entre progresistas y conservadores que polarizó a la sociedad en torno a temáticas como el aborto, la inmigración, la eutanasia, y los derechos para comunidades LGTB. El debate afectó ciertos consensos que fueron puestos en duda, como el papel de la prensa independiente y de la ciencia. Posiciones escoradas en el regreso a valores arcadianos colisionaron con activistas identitarios y del medio ambiente. Entonces se vuelve a hablar de "hegemonía cultural" de Gramsci, subentendiéndose que quien alcanzará supremacía en el marco cultural impondría las reglas de la política, la economía y la interacción social.
Aunque estos guerreros culturales decían enfrentarse a la izquierda, la mayoría alegaba luchar contra los detentores del poder -las elites-, reivindicando posiciones anti-sistema, contrarias a la convergencia de neoconservadores, neoliberales y social-demócratas devenidos en social-liberales (los denominado neoliberales progresistas por Nancy Frazer). A principios del siglo XXI la nueva derecha radical encontró cauces en tendencias que expresaron una nueva síntesis populista, en posición intermedia respecto de las corrientes más extremas (neo-fascistas) y el conservadurismo. A menudo reinterpretaron tradiciones autoritarias (cesaristas o bonapartistas), combinándolas con aspectos liberal-conservadores.
Acaeció la creciente normalización de sus ideas, reflejado en un éxito electoral que les permitió protagonizar el debate público. Sus propuestas sobre inmigración, identidad nacional y preservación cultural ganaron influencia en todo el espectro político. Simultáneamente prosiguió su filibusterismo de las herramientas conceptuales históricamente defendidas por las izquierdas -aunque resemantizándolas-, el "proteccionismo social", la "laicidad" o el propio concepto de "Republica" despojándola de su sentido universal para "comunitarizarlo" en clave nacional. De ahí que se les denominara nacional-soberanistas, al defender un Estado de bienestar exclusivo para los nativos. Una variante completamente distinta al anarcocapitalismo o minarquismo de sus aliados del sur global, que pretenden jibarizar al Estado.
Una época de paradojas. También respecto a la izquierda probablemente, tanto respecto a la clásica centenaria como a la vieja "neo" latinoamericana de los años 60. A ésta última le llamaría la atención el culto al carisma -el personalismo- de sus sucesores posmodernos actuales. En su óptica generacional, dicho modelo sería más próximo a la variante política euroasiática. Incluso ciertas izquierdas posmodernas e identitarias, basadas en la visión agonista de Chantal Mouffe (2014), desdeñan el consenso para recuperar la lógica del disenso conflictual de la política concebida por el jurista y filósofo nazi Carl Schmitt, aunque reemplazando al enemigo por el adversario.
En esta dialéctica de unidad de opuestos (la síntesis platónica o hegeliana/marxista) cabe recordar la paradoja de Teseo, que se inquiere ¿si cuando a un objeto se le reemplazan sus partes sigue acaso siendo el mismo? Tiempos revueltos que también hacen brotar neo tercer-posicionismos, cuando aún no está claro si este mundo en transición o interregno derivará en bipolarismo o multipolarismo.
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