Coescrita con Horacio Lafuente, economista argentino
Hablar de distribución del ingreso suele evocar la brecha entre un alto ejecutivo y quien limpia su oficina. Esta imagen, aunque poderosa, es incompleta. Reducir la desigualdad a una simple distancia entre ricos y pobres es como diagnosticar una enfermedad compleja observando solo un síntoma. La desigualdad presenta tres dimensiones entrelazadas: social, espacial y generacional. No solo importa cuánto se reparte, sino entre quiénes, dónde se concentra y cuándo se disfruta. Comprender esta triple dimensión es esencial para construir sociedades más justas y sostenibles.
La primera dimensión, la social, es la más clásica: cómo se distribuye el ingreso entre el trabajo y el capital. Durante gran parte del siglo XX, un pacto implícito permitió que los salarios crecieran con la productividad, expandiendo las clases medias bajo la mediación del Estado de Bienestar. Sin embargo, desde los años '80, la globalización financiera quebró ese equilibrio. La liberalización de los mercados de capital, la desregulación laboral y el debilitamiento sindical inclinaron la balanza hacia el capital, erosionando la capacidad redistributiva del Estado.
Hoy, la participación de los salarios en el ingreso nacional es menor que hace cuatro décadas. En América Latina, la informalidad actúa como amortiguador, pero también como trampa: millones se convierten en microemprendedores sin protección ni acceso a los beneficios del capital. En Argentina, la participación salarial en el PIB cayó del 52% en 2016 al 43,8% en 2022. En Chile, entre 2019 y 2025, ha oscilado entre 39% y 41%, limitada por el bajo crecimiento de la productividad y la estructura sectorial.
La desigualdad no es solo económica, sino política. Quien puede fijar el precio de su trabajo tiene poder; quien no, depende. Cuando la estructura económica erosiona la capacidad de negociación del trabajo, la desigualdad se vuelve estructural. La distribución del ingreso es, en última instancia, una cuestión de poder. Quién define las reglas y quién se queda con la mayor parte del crecimiento.
La segunda dimensión es la espacial, porque la desigualdad tiene geografía. No es lo mismo nacer en una metrópoli que en una región periférica. Debemos distinguir dos planos: el externo, entre países (centro y periferia global), y el interno, entre regiones de un mismo país.
Globalmente, América Latina mantiene una posición periferia, exportadora de materias primas y dependiente tecnológicamente. Internamente, ciudades como Buenos Aires, Santiago, Córdoba o Valparaíso concentran empleo formal, infraestructura, universidades y servicios públicos de calidad. Las periferias rurales o regionales enfrentan baja productividad, informalidad y menor acceso a bienes públicos.
En Chile, la Región Metropolitana genera casi la mitad del PIB nacional; en Argentina, Buenos Aires y su conurbano concentran más del 50% de la riqueza. En estos centros se acumulan capital, conocimiento y poder político, mientras vastas regiones quedan relegadas a la dependencia. Esta brecha territorial se traduce en desigualdad de ingresos, servicios y oportunidades.
La desigualdad espacial no es natural, sino resultado de políticas que privilegiaron la concentración sobre la cohesión. Quien nace lejos del centro carga con menos redes, menos conectividad y menos posibilidades de ascenso. Las regiones pierden jóvenes y talento, las ciudades se saturan y la cohesión nacional se debilita. Las zonas mineras, pesqueras o rurales, son el rostro más visible de esta fractura. Territorios que aportan mucho y reciben poco. Se trata de un colonialismo interno que extrae riqueza de las regiones para concentrarla en las metrópolis.
La tercera dimensión, la generacional, quizás la más decisiva, aborda cómo se distribuye la riqueza entre quienes viven hoy y quienes vivirán mañana. Cada tonelada de CO₂ emitida, cada ecosistema destruido, cada deuda pública excesiva es una transferencia de riqueza del futuro hacia el presente. El cambio climático es, en esencia, un problema de distribución intergeneracional: disfrutamos los beneficios del crecimiento actual mientras trasladamos sus costos a quienes aún no nacen.
Esta transferencia no se limita a lo ambiental. Ocurre también cuando una generación deja problemas sin resolver -deudas educativas, precariedad laboral, degradación institucional- y los transfiere como herencia. Cada conflicto estructural que se posterga se transforma en una hipoteca sobre el porvenir.
En Argentina y Chile, el debate ambiental y generacional suele tratarse como un asunto técnico o moral, cuando es profundamente político. Al mantener subsidios a combustibles fósiles o postergar la transición energética, financiamos el presente con recursos del futuro. Lo mismo ocurre en la esfera fiscal: el endeudamiento crónico o la postergación de la inversión en educación y salud hipotecan el bienestar de las próximas generaciones.
Pensar la desigualdad en clave generacional exige justicia intertemporal. El progreso de una generación no puede construirse a costa del bienestar de otra. Las políticas públicas deben evaluar no solo su efecto inmediato, sino también su impacto sobre el capital natural, humano y financiero a largo plazo.
Las tres dimensiones -social, espacial y generacional- no actúan por separado. Forman un sistema de transferencias invisibles. Del trabajo al capital, de las regiones al centro, del futuro al presente. Sostienen una estructura económica que privilegia la acumulación por sobre la equidad y la sostenibilidad.
En Chile y Argentina, donde el crecimiento ha coexistido con altos niveles de desigualdad, el desafío no es solo repartir mejor, sino crecer mejor. Porque la distribución progresiva y sostenible del ingreso requiere crecimiento. Sin crecimiento, la distribución se convierte en un simple reparto, efímero y sin continuidad.
La distribución del ingreso no es una estadística, sino una decisión política sobre el tipo de sociedad que queremos construir. Ya no basta con medir la desigualdad con el coeficiente de Gini. La justicia distributiva del siglo XXI debe ser tridimensional o no será. Porque la desigualdad que hoy toleramos no solo empobrece el presente, sino que hipoteca el futuro de las generaciones venideras.
Publicado en El Magallanes, edición dominical del diario La Prensa Austral de Punta Arenas el domingo 19 de octubre de 2025.
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