Un doble desafío: orden público y Derechos Humanos

En estos días, tras cinco semanas de crisis, algunos se lamentan de la supuesta debilidad de las fuerzas armadas durante el Estado de Emergencia y de Carabineros después para mantener el orden público; quisieran verlos utilizando toda su fuerza sin consideración a los derechos humanos, a los que identifican como el problema que impide restaurar el orden público. 

En verdad, el orden público no se puede restaurar sin respetar los derechos humanos porque la legitimidad del uso de la fuerza pública descansa no sólo en las facultades exclusivas que le confiere la ley a la fuerza pública, sino también, y especialmente en Chile tras las experiencias sufridas durante la dictadura, en respetar el límite que significa resguardar la dignidad y los derechos fundamentales de las personas.

Por ello, existen normas y protocolos de acción destinados a garantizar que el ejercicio de la fuerza responda a principios de Legalidad, de Necesidad, de Proporcionalidad y de Responsabilidad. 

Desconocer estos principios traería graves consecuencias de largo plazo para la paz social y la concordia entre los chilenos.

Desde luego, haría incontenible el espiral de la violencia en el corto plazo y acarrearía nefastas consecuencias judiciales para los agentes del Estado que sean acusados de perpetrar dichas violaciones a los derechos humanos. De manera que, con razón, los mandos de carabineros y de las fuerzas armadas han rechazado los cantos de sirena de los nostálgicos del autoritarismo. 

No se puede desconocer que el estallido social tiene causas profundas que es necesario comprender para abordar el problema extremadamente difícil del orden público.

La mayor parte de los que se reúnen en la Plaza Italia y otros centros de la protesta en el país, son estudiantes con nula formación cívica pero que ven a diario la situación de sus abuelos enfrentados a pensiones miserables, o de sus madres y padres agobiados por deudas y sueldos bajos.

También hay muchos jóvenes abandonados por la sociedad y maltratados por el Estado.

Es decir, personas que vienen arrastrando un déficit en materia de respeto a sus propios derechos humanos: Vienen del SENAME, no estudian ni trabajan, muchos tienen antecedentes por delitos comunes, saben por experiencia que no hay futuro para ellos; han convertido la plaza en su hábitat, la protesta y la lucha callejera en su espacio de heroicidad, de identidad y de encuentro con los otros.

Animan un fuego arrasador (¿porqué no arrasar con todo si para ellos no hay nada?) porque creen haber aprendido que sólo si hay violencia los escucharán; extreman el enfrentamiento con los carabineros y se ganan la simpatía de los manifestantes y de cierta izquierda que se muestra incapaz de hacer pedagogía política. Obviamente, como se ha insistido, hay también grupos de militantes anarquistas o de ultra izquierda que ven por estos días realizados sus caóticos sueños revolucionarios, a los que se agregan, no sin oportunismo y buscando sus propios fines, las barras bravas.

El problema con la violencia es que termina afectando a la ciudadanía que desea trabajar y circular libremente, y desacreditando las justas demandas sociales. 

En este contexto, se ha instalado con fuerza el debate sobre las violaciones a los derechos humanos: allí están las denuncias del Instituto Nacional de Derechos Humanos, el discutido Informe de Amnistía Internacional, la visita de la misión del Alto Comisionado de Naciones Unidas cuyo Informe debiera gozar de gran credibilidad, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de Human Rights Watch.

Lo cierto es que todos - gobierno incluido - reconocen que en esta crisis ha habido vulneraciones graves a los derechos humanos y la discusión se centra en si acaso estas responden a un plan premeditado, a un propósito político siniestro, como asegura Amnistía Internacional, o son sistemáticas, es decir responden a una estructura y a órdenes superiores, como sostiene la acusación constitucional que busca hacer al Presidente Piñera responsable político de ellas; o son sólo excesos condenables que deben ser investigados, producto de la intensidad de los enfrentamientos y las dificultades para mantener el orden público, como sostiene carabineros. 

Esta crisis, entre otras cosas, ha reactivado la memoria traumática. La presencia de militares en las calles y el uso de escopetas antidisturbios despertó los no tan viejos fantasmas de la dictadura.

El compromiso de la sociedad chilena con el Nunca Más parece haberse puesto nuevamente en juego.

Sin embargo, no parecen adecuadas las asimilaciones abusivas ni las visiones maniqueas para encarar los problemas actuales.

Piñera no es Pinochet y la democracia no es una dictadura disfrazada como parecen rezar muchos carteles en Plaza Italia y mensajes en redes sociales de manifestantes excesivamente excitados. Tampoco sirve empatar la violencia.

Se debe comprender que recuperar el orden público, con acciones enmarcadas en la legalidad y con todas las instituciones funcionando, es imprescindible para canalizar la demanda social y política. Nunca el caos ha sido el camino para el pueblo chileno. 

El acento, en estos días en que producto de acuerdos políticos relevantes se avanza en la superación de la Constitución de 1980 a través del plebiscito y una Convención Constituyente que debe ser participativa, paritaria e incluyente; y en respuestas - muy parciales por cierto dado el enorme déficit existente - a las demandas sociales, debiera estar en la recuperación del orden público afirmando el acuerdo político y social por la paz , que incluya investigaciones serias sobre la situación de los derechos humanos en la crisis y la revisión exhaustiva de los protocolos de carabineros así como de sus tácticas e inteligencia.

Buscar el término anticipado del gobierno, como parecen quererlo algunos a través de la acusación constitucional y la agitación callejera, o el fracaso del proceso constituyente, como lo buscan otros en la derecha dura, son opciones que, si se hacen las cosas bien, el pueblo chileno rechazará en abril, manifestándose como tantas otras veces, a través de la fuerza incontenible de la principal arma legítima de que debe disponer en democracia: el voto. 

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