Existe un punto de inflexión en que un sistema político puede cruzar la frontera entre la pluralidad representativa y el caos disfuncional. Chile parece haberlo atravesado en noviembre de 2021, cuando las elecciones parlamentarias de ese año generaron una Cámara de Diputados compuesta por 16 partidos representados, de los cuales solo tres contaban con apoyo de dos dígitos, y el más grande obtuvo apenas 11% de los sufragios.
Si se confirman los pronósticos para las próximas elecciones para la Cámara Baja, el país tendría un índice de fragmentación cercano a 9,5 -uno de los más altos del mundo democrático-, mientras que la volatilidad agregada probablemente descendería de 37,4% a 20%. Con ello se estaría completando el tránsito de un decenio desde un sistema de partidos de pluralismo extendido -fragmentado pero despolarizado, siguiendo la tipología de Wolinetz- hacia algo cualitativamente distinto: un Sistema de Atomización Polarizado (SAP).
No se trata simplemente de un "exceso de partidos". Es un fenómeno más complejo y paradójico: un sistema con alto número de partidos relevantes y donde la polarización ideológica se intensifica al mismo tiempo que se desintegra la capacidad de formar bloques coherentes. En este nuevo escenario, las fuerzas de ambos extremos -la izquierda radical y la derecha extrema- podrían sumar más del 40% de la futura Cámara de Diputados. Esto consolida una tensión estructural inédita: una polarización robusta en términos electorales, pero profundamente desarticulada en términos coalicionares.
El resultado es una doble centrifugación del sistema. Por un lado, una centrifugación interbloques, donde la distancia ideológica entre izquierda y derecha se amplía hasta volver casi imposible la cooperación transversal. Por otro lado, una centrifugación intrabloques, donde cada polo multipartidista se fragmenta en subidentidades que compiten entre sí por la hegemonía de su propio espacio.
La izquierda se divide en constelaciones que rivalizan entre sí con la misma intensidad con que enfrentan a la derecha. La derecha se subdivide en familias ideológicas que se consideran mutuamente inadmisibles como aliados sinceros. Mientras tanto, el centro político -tradicional amortiguador del sistema chileno- prácticamente ha desaparecido como actor significativo. Por todo ello, la interacción ya no es tripolar.
La teoría clásica de los sistemas de partidos, desde Sartori hasta Mair, sostenía que la polarización tiende a uniformar los polos: cuando aumenta la distancia ideológica, los partidos de cada bloque deberían agruparse para vencer al adversario común. El Chile contemporáneo, sin embargo, desafía esa lógica. La polarización actual no agrega, sino que atomiza.
¿Por qué ocurre esto? Porque en un contexto de ira antipolítica y profunda desconfianza ciudadana hacia "la clase política", el capital simbólico más valioso ya no es la capacidad de gobernar, sino la presunta autenticidad y pureza. Los partidos de izquierda compiten por demostrar quién es "más genuinamente progresista". Los de derecha compiten por exhibir quién defiende más valerosamente los valores e intereses tradicionales frente a la izquierda. Esta competencia por una presunta pureza doctrinaria genera una fragmentación permanente: siempre habrá espacio para un nuevo partido desafiante que se presente como "el verdadero representante" del sector, más radical o más auténtico que los existentes.
El resultado es predecible: se mantiene el eje simbólico izquierda-derecha, pero sin bloques homogéneos capaces de traducir esa polarización en mayorías gobernantes coherentes. Es como un tablero de ajedrez donde las piezas siguen siendo blancas o negras, pero ninguna acepta moverse coordinadamente con las de su propio color. De ahí surgen intentos de articular coaliciones mediante círculos concéntricos de aliados -"anillos gobernantes"- que ni siquiera logran consolidarse bajo una denominación común.
Las consecuencias prácticas son severas. El Presidente Boric asumió con apenas 20% de los diputados en su coalición original. Incluso sumando aliados circunstanciales, nunca logró articular una mayoría estable. Cada ley relevante exigió negociaciones caso por caso, ensamblando mayorías ad hoc en casi toda votación importante.
Esta ya no es una democracia difícil pero gobernable -como en el pluralismo polarizado clásico descrito por Sartori y matizado por Von Beyme- donde un centro puede articular mayorías y hacer viable la acción gubernamental. Es una democracia estructuralmente impedida de cumplir sus ofertas electorales centrales: un régimen donde gobernar se vuelve casi imposible sin renunciar al conjunto del programa con que se ganó la elección en segunda vuelta.
El círculo vicioso es evidente: la polarización imposibilita impulsar políticas públicas prioritarias. Ello aumenta la frustración ciudadana y profundiza la desconfianza generalizada, lo que a su vez abre oportunidades para el surgimiento de nuevos partidos extremistas que prometen mayor autenticidad y provocan aún mayor fragmentación. Como resultado, la confianza en el Congreso alcanza apenas 8% en 2025 y en los partidos solo 4%. La identificación partidaria se reduce a 28% según el Centro de Estudios Públicos (CEP), y el apoyo a la democracia cae según los registros de Latinobarómetro.
Cabe señalar que Chile no está solo en esta deriva. Perú exhibe una desinstitucionalización partidista aún más extrema, con un Congreso unicameral incapaz de sostener gobiernos. Ecuador navega la descomposición postcorreísta sin una estructura alternativa clara. Colombia experimenta su primera izquierda en el poder con bajo apoyo legislativo. Israel, con otro tipo de sistema de gobierno, requirió varias elecciones en dos años para formar coalición gobernante. Italia sobrevivió más de un quinquenio mediante coaliciones populistas heterogéneas y gabinetes técnicos.
El sistema de atomización chileno, sin embargo, tiene una característica singular que lo diferencia de la cartografía de Sartori: no se trata de un sistema de partidos postcolonial que nunca llegó a consolidarse como pluralismo numéricamente limitado o extremo, sino de un sistema previamente institucionalizado -con partidos sólidos, élites experimentadas y tradición democrática estable- que se está desinstitucionalizando desde dentro. Esa "desinstitucionalización de segundo orden" es cualitativamente distinta y mucho más inquietante que una simple falta de consolidación originaria. Es un proceso en que la estructura formal del sistema permanece intacta, pero su contenido agregativo se vacía progresivamente.
El Sistema de Atomización Polarizado es, también, el producto de una doble dinámica centrífuga: entre bloques que, liderados por sus extremos, ya no se reconocen como interlocutores legítimos, y dentro de bloques multipartidarios que, disputándose la hegemonía interna, ya no logran construir coaliciones sólidas ni orientaciones programáticas compartidas.
No es la mera coexistencia de muchos partidos, sino la coexistencia de múltiples polarizaciones simultáneas, cruzadas y competitivas. Si puede ocurrir en Chile, puede ocurrir en cualquier democracia latinoamericana que atraviese una crisis de representación prolongada. Las condiciones estructurales están a la vista: sectores populares no pobres frustrados por no haber logrado consolidarse como clases medias, crecimiento económico estancado, redes sociales que premian la diferenciación ideológica extrema, y un ecosistema político que recompensa crecientemente el espectáculo y la pureza performativa más que la capacidad de gobernabilidad efectiva.
Así, emerge un nuevo tipo de sistema de partidos: uno de atomización con baja capacidad de agregación y mínima eficacia decisoria que, a diferencia de sistemas altamente fragmentados pero residuales y transitorios, se configura como estructuralmente polarizado y centrífugo, postdesinstitucionalización.
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