La revolución inacabada de octubre

A seis años del estallido social, el saldo es extraordinariamente magro. No hay nada respecto de lo cual se pudiera decir que las más de 70 estaciones de Metro quemadas valieron la pena. Y es que, como diría Raymond Aron (el viejo intelectual francés crítico de la Revolución de Mayo del '68), se trató de una revolución inacabada, inconclusa. Y es que, ciertamente, y en rigor, tampoco fue una revolución en cuanto tal. Fue un estallido, una revuelta, una explosión social.

La primera respuesta fue de la política. Paradójicamente, la principal clase impugnada produjo la respuesta el 15 de noviembre y planteó al país una ruta constitucional. Dos elecciones de representantes, dos plebiscitos de texto constitucional. Ambos rechazados. Aun cuando sea doloroso para la izquierda, el país no quería una nueva Constitución. O si la quería, la quería a una medida imposible: el pueblo no estaba de acuerdo con el texto que redactaban los mismos representantes que ese mismo pueblo había elegido. Dos veces.

Mediado por la pandemia, la perspectiva del tiempo hace las cosas más difíciles, porque la responsabilidad se acrecienta. Expresiones carnavalescas, desprecio por la evidencia científica, cancelación social, moral o digital, y un desenfadado desprecio por la legitimidad de la opinión ajena, operaron como actitudes o conductas estructurales de la primera Convención Constitucional. La condensación de lo que vendría, como si fuera un presagio, se produjo el primer día de instalación de la instancia, cuando la Convencional Constituyente Elsa Labraña, poseída a sí misma por el mismo furor que había precedido ese momento, espetó a la señora Carmen Gloria Valladares, secretaria relatora del Tribunal Calificador de Elecciones, a detener la inauguración de dicha Convención. No había que ser adivino para imaginar los peores resultados de un comienzo tan accidentado como lamentable.

Sin ningún resultado, el estallido social no se había producido ni por una confabulación de la izquierda internacional para desestabilizar al Gobierno, ni tampoco por las desigualdades y los abusos que el sistema parecía haber naturalizado. Ni la izquierda en el mundo tenía esa capacidad, ni las desigualdades y los abusos (que existen en todas las sociedades) provocan por sí solas tamaño descalabro.

En los primeros días de octubre, a lo Raymond Aron, Carlos Peña aproxima una primera explicación plausible: el estallido social era una suerte de resultado inevitable del propio proceso de "modernización capitalista" que había vivido Chile desde la transición. Era la demostración palpable de la "paradoja del bienestar" que había utilizado Alexis de Toqueville para explicar la Revolución Francesa, y que aquí caía como anillo al dedo. La paradoja se produce porque a mayor bienestar material, mayor era el malestar social en la población. Aun cuando esto lo atestiguó, en cierta medida, el PNUD en el informe sobre desarrollo humano de 1999, la sociedad chilena, o más específicamente, la clase política, lo había pasado por alto.

Pero si había complicaciones para comprender el conflicto, más aún las había para solucionarlo. La salida de la clase política sobre una nueva Constitución fracasó, los problemas sociales que fueron profusamente denunciados se mantuvieron -al menos en buena parte- y de revolución ni hablar. El único resultado notable fue la elección del Presidente Boric, que bien podríamos considerar como "accidental", y que ha ejercido un gobierno de izquierda moderada, o abiertamente socialdemócrata, si se prefiere. Ningún resultado importante tuvimos después de la Revolución de Mayo del '68, ni tampoco después del EuroMaidan, en Ucrania.

A seis años del estallido social de octubre hay poco o nada. Por el contrario, se echó a andar un péndulo, que tuvo su primera expresión en el resultado de la segunda elección de constituyentes, de mayoría republicana, y nos encontramos ad portas, conforme a lo que indican todos los instrumentos de medición de la opinión pública, de que José Antonio Kast, la antípoda de la impugnación global del estallido, tome las riendas del país. Y aunque para muchos sería un anatema, la izquierda tendrá que pagar más temprano que tarde las cuentas de sus decisiones.

A lo más, y aunque haya sido demasiado costosa, será una lección para quienes inflaron la cambucha a los dinosaurios, hombres araña, y tías Pikachú, y que utilizaran la "dignidad" como fetiche para su propia satisfacción de "lucha". Como dice Serrat, "nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio".

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