Veranos sin alivio, inviernos sin refugio: pobreza energética, ausencia incómoda en la campaña

Chile no sólo es un país de inviernos crudos, sino también de veranos abrasadores. Cada año tiritamos de frío o nos asfixiamos de calor: las estufas a leña nos envenenan lentamente y los ancianos tienen que optar entre pagar la luz, comer o comprar sus remedios. En el norte y el valle central, los techos de zinc convierten las casas en hornos; en el sur, el hielo cala los huesos y la humedad se filtra por las murallas.

La pobreza energética es una condena invisible: vivir encogido de frío o desvelado de calor. Es la negación de una vida digna en ambos extremos. Un derecho tan elemental como habitar en condiciones térmicas saludables -que Naciones Unidas reconoce como parte de la vivienda adecuada- se ha vuelto un privilegio de mercado: para quienes pueden pagar, la energía provee abrigo o frescor; para los demás, marca la frontera entre el malestar y la enfermedad.

¿Y qué dicen los ocho programas presidenciales frente a este fenómeno? Solo dos candidaturas -Artés y Jara- reconocen la energía como un derecho humano. Artés propone nacionalizar la generación, pero sin traducir esa medida en bienestar térmico cotidiano. Jara, mediante su propuesta de Consumo Eléctrico Vital, plantea un umbral básico, aunque insuficiente para enfriar o calentar en zonas extremas: apenas alcanza para la luz y el refrigerador, y solo si el hogar está conectado a la red. Ninguno aborda de forma integral el acceso, la equidad, la calidad y la asequibilidad energética.

El resto observa desde lejos. Kaiser agrava la pobreza energética: elimina protecciones sociales, niega el cambio climático y rechaza la consulta previa. Matthei confía en el mercado: promete "tarifas competitivas" y "modernización", palabras que suenan bien pero no enfrían ni calientan. Mayne-Nicholls y Enríquez-Ominami proponen subsidios mínimos y una justicia ambiental selectiva -reciclaje para algunos, protección de glaciares para otros-, sin atender el calor ni el frío que agobian los hogares más vulnerables. Parisi idealiza la autogestión y las cooperativas energéticas, sin considerar que muchas comunidades carecen de organización o infraestructura para sostenerlas. Kast, en tanto, ofrece un programa vago, más preocupado por el orden que por la dignidad.

La verdad incómoda que nadie quiere admitir es que la pobreza energética no es un problema técnico, sino político. No se trata de escasez, sino de decisiones: de quién paga, quién accede y quién se congela o se sofoca.

En este país, donde el frío mata y el calor también, el derecho a la energía sigue siendo patrimonio de quienes pueden comprarlo. Mientras los programas prometen, una familia en Arica intenta conciliar el sueño bajo un techo de zinc ardiente y otra en Lago Verde se estremece al amanecer. Un Estado digno sería aquel que garantice refugio ante ambos extremos: no solo con palabras, sino con muros aislados, techos seguros, redes confiables y cuentas que no condenen a nadie a la intemperie. La energía no es un lujo: es el umbral entre la vida digna y la supervivencia.

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