Salud pública en crisis: los hospitales se apagan y la desigualdad se enciende

El país observa con alarma cómo hospitales públicos suspenden cirugías, restringen derivaciones y estiran insumos al límite. Es la consecuencia previsible de un modelo de financiamiento que hace años se quedó chico frente a la realidad sanitaria y social del país. En 2025, el gasto público en salud de Chile ronda el 4,7% del PIB, muy por debajo del promedio OCDE (6,5%) y de países de ingreso similar como Costa Rica o Uruguay, que destinan entre 6% y 7%.

La diferencia es política: en Chile, una parte importante del gasto en salud sigue saliendo del bolsillo de las familias, que cubren cerca del 35% del gasto total, más del doble del promedio OCDE (19%). Esto significa que el Estado financia menos y las familias pagan más, especialmente las de menores ingresos, que terminan atrasando tratamientos o endeudándose para vivir.

El resultado es un sistema público que carga con una doble presión: recibe cada año más pacientes debido a los traspaso de afiliados desde las isapre, al envejecimiento poblacional y al impacto de las migraciones, pero con un presupuesto prácticamente congelado. Cuando la demanda aumenta y los recursos no lo hacen, la red responde con las herramientas que tiene: recortes administrativos, priorización de casos graves, suspensión de cirugías no urgentes. Lo que en la jerga técnica se llama "optimización del gasto" en realidad significa menos atención y más espera para quienes no tienen alternativa privada.

A eso se suman problemas estructurales que el país arrastra hace décadas: con infraestructura envejecida, falta de camas agudas (Chile tiene apenas 2,1 por cada mil habitantes, la mitad del promedio OCDE), déficit de especialistas y una burocracia presupuestaria que hace imposible ejecutar los fondos cuando más se necesitan. Los hospitales públicos operan con presupuestos anuales que no se ajustan automáticamente al aumento de la demanda, lo que provoca el "apagón" recurrente de fin de año. Es un círculo perverso: la urgencia se vuelve rutina y la precariedad se normaliza.

El Ministerio de Salud ha inyectado recursos extraordinarios y promete "ordenar las finanzas hospitalarias". Pero el problema no es la gestión de los hospitales, sino el tamaño del sistema. Mientras no se garantice un financiamiento estable y suficiente, al menos 6% del PIB en el sistema público, la red seguirá funcionando en modo emergencia. El esfuerzo de médicos, enfermeras y técnicos no puede reemplazar políticas públicas de largo plazo ni suplir la falta de insumos y equipamiento.

El impacto de esta crisis se siente sobre todo en los sectores populares. En comunas donde el hospital público es el único prestador, los retrasos en cirugías, los viajes para conseguir medicamentos o las listas de espera interminables son parte de la vida cotidiana. El acceso a la salud no depende solo del diagnóstico, sino del código postal. En regiones rurales o aisladas, la falta de anestesistas o de insumos básicos puede significar que una apendicitis simple se vuelva un riesgo vital.

Además, el traspaso de pacientes desde las isapre a Fonasa se hizo sin un plan integral de fortalecimiento del sistema público. Los hospitales debieron absorber cientos de miles de nuevos usuarios sin infraestructura adicional ni refuerzo presupuestario. La integración público-privada quedó, nuevamente, en manos del mercado: los hospitales compran servicios a clínicas privadas a precios más altos, financiando con dinero público un sistema que sigue segmentado.

A esto se suma la presión inflacionaria sobre insumos médicos y medicamentos. Un bisturí, una jeringa o un tratamiento oncológico cuestan hoy más que hace dos años, y el presupuesto no se indexa a esa realidad. Las compras públicas de medicamentos y material clínico no logran aprovechar economías de escala, y las licitaciones muchas veces terminan desiertas por los bajos precios ofrecidos.

Frente a este panorama, la discusión debe dejar de centrarse en los parches presupuestarios de fin de año y asumir un cambio de enfoque: la salud pública no es un gasto, es inversión social y un país que destina menos del 5% de su PIB a la salud pública y permite que los hogares financien el resto con deuda o ahorro está eligiendo perpetuar la desigualdad.

La política debe recuperar una idea básica: los derechos sociales no se defienden con discursos, sino con presupuesto y gestión democrática. Fortalecer el sistema público implica triplicar la inversión en infraestructura y equipamiento en zonas populares, reducir la subcontratación laboral en hospitales, asegurar dotación estable y participación comunitaria en la planificación sanitaria.

De lo contrario, cada fin de año volveremos a las mismas noticias: hospitales sin insumos, cirugías suspendidas, médicos trabajando gratis y pacientes esperando una cama. Y cada año se repetirá la misma paradoja: un país que se enorgullece de su estabilidad fiscal, pero que no logra garantizar la salud de su pueblo.

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