Este 15 de noviembre se cumplen cinco años de la más eficaz operación de inteligencia que la élite política chilena haya realizado en su historia. Cuando la ciudadanía se alzaba en contra de un sistema abusivo que se había prolongado por tres décadas, los causantes de dicho malestar -al verse acorralados- armaron un cuento para aplacar la ira del pueblo que amenazaba sus privilegios.
En efecto, desde los saltos al torniquete del Metro de Santiago protagonizados por estudiantes secundarios, miles de personas empezaron a sumarse a las enérgicas protestas, extendiéndose la furia a todas las ciudades de país. Pero lo que más preocupaba a la clase política era la transversalidad del movimiento: Ricos y pobres, de todas las regiones en contra de ella. El pueblo unido.
Y cuando comenzaron los cabildos en diversas comunas, se configuró la tormenta perfecta para la casta dominante: Un pueblo no solo indignado, sino -además- organizado. Eso había que pararlo. Contando con las facilidades administrativas de las estructuras que tenía aún bajo su control, la élite asustada recurrió al relato de que ella no era la mala, sino la Constitución y que por lo tanto la clase política no debía ser cambiada, sino la que debía ser cambiada era la Carta Fundamental. Y el pueblo mordió el anzuelo.
El mismo día de haberse anunciado de manera altisonante el "Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución" disminuyó la intensidad de las movilizaciones. Una vez más, como es frecuente en la historia de Chile, los malos se salieron con la suya. Esta vez echándole la culpa a la Constitución, un discurso tan absurdo como efectivo.
Muy pocos líderes de opinión usaron su consagrada tribuna para desmentir el relato. Es más, la mayoría de ellos casi en coro apoyó "la salida a la crisis". Solo algunos públicamente repararon que la Constitución no era la causante del descontento y que no había que seguir la ruta de escape que astutamente habían ideado quienes ostentaban el poder institucional.
Sin embargo, se terminó aceptando que la dignidad se haría costumbre con un nuevo texto constitucional. No se escuchó que la actual Constitución en su Artículo 1 ya dice que las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Entonces, ante las tremendas desigualdades de oportunidades y otras flagrantes injusticias: ¿Qué tendría que decir una nueva Constitución? Luego en su Artículo 8 ya afirma que el ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones. Entonces, ante la galopante corrupción del Estado, ¿qué debería decir una nueva Constitución? La misma en su Artículo 19 ya asegura el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación. Entonces, ante las numerosas y persistentes zonas de sacrificio, ¿qué tendría que decir una nueva Constitución? Ciertamente el actual texto constitucional puede y debe mejorarse en muchos aspectos, pero lo que la gente pedía no era eso, pues sus legítimas demandas para ser cubiertas no requerían ni tampoco requieren de una nueva Constitución. Pero al parecer el pueblo así lo creyó que se desmovilizó, soltó las calles, se dividió en diversas posturas ante un par de plebiscitos y selló su derrota.
Sí, una cruda y cruel derrota que dejó medio centenar muertos y 440 personas con lesiones oculares, entre ellas la pérdida de uno o ambos ojos. Y como la historia la escriben los vencedores, todo fue un "estallido delictual". Hábilmente quienes una vez estuvieron asustados cuando la gente se rebelaba, han sabido borrar de la mente colectiva esas imágenes de la gigantesca manifestación que en Santiago convocó a más de un millón de personas y otras tantas que también sin violencia alguna se registraron masivamente en todas las capitales regionales. Incluso varios personajes públicos que apoyaron la revuelta cuando el pueblo estaba ganando, ahora que lo ven en el suelo insinúan que se trató de una pataleta, como esa que hacen los niños mal criados cuando se quejan de llenos. Con asombroso ingenio han usado los saqueos y los incendios de octubre de 2019 no solo para eclipsar la participación de cientos de miles de familias en las marchas pacíficas a lo largo de Chile, sino también para distraer a la población de las causas de la revuelta, las cuales aún están activas.
A través de una sesuda y ágil operación, la casta política inyectó un somnífero cuando Chile despertó, volviendo ella a tener "el sartén por el mango" para seguir con sus abusos. Y estos continuarán al menos que la ciudadanía se revele, esta vez sin ingenuidad ante una élite corrupta que para salvarse ya usó el comodín de una nueva Constitución y que ahora sin tener otra carta bajo la manga, no solo tambalee, sino también caiga.
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