Es cierto que siempre existe la posibilidad de que un Parlamento o un Gobierno abusen de su poder, dictando leyes u órdenes que atropellen los derechos de las personas. Sin embargo, una democracia constitucional se acaba, y pasamos a un régimen autoritario sólo cuando, además de lo anterior, ya no hay tribunales independientes ante los que invocar la Constitución para defenderse de esos abusos.
Por ello, si hay un tema esencial en la discusión constituyente, éste no es (sólo) cuáles derechos vamos a consagrar en la futura Carta Fundamental, sino si vamos a tener jueces independientes para controlar su cumplimiento. En este sentido, la pretensión de la facción mayoritaria de la Convención de eliminar al Tribunal Constitucional revela mucho del proyecto político que la anima.
En el mundo occidental existen dos formas de entender una Constitución. Una de ellas es la norteamericana, que la concibe como un documento jurídico que puede ser invocado por los ciudadanos ante tribunales, para controlar al Gobierno o el Parlamento y evitar así sus abusos. En cambio, la cultura jurídica europeo-continental entendió a la Carta Fundamental, durante muchos siglos como un documento que se limitaba a consagrar solemnemente -pero sin demasiado valor obligatorio- ciertos derechos y objetivos políticos; y, desde luego, sin crear ningún tribunal al que reclamar la vulneración de sus normas.
El problema es que sólo en los años '30 del siglo XX se advirtió que esta segunda clase de Constitución permitía que personajes como Hitler o Mussolini se tomaran el poder e impusieran toda clase de leyes totalitarias.
Ante ello, las democracias europeas de postguerra crearon un órgano de control independiente -denominado Tribunal Constitucional-, ante el cual los ciudadanos pudiesen reclamar de las leyes y actos de gobierno que vulneren sus derechos constitucionales. La misma convicción llegó a las constituciones sudamericanas sólo a fines de los '80, luego de superar las dictaduras que asolaron a nuestro continente.
Es cierto que en Chile, hasta antes de la actual Carta Fundamental, los ciudadanos contaban con un "recurso de inaplicabilidad de las leyes" ante la Corte Suprema, reconocido en la Constitución de 1925 y que también se mantuvo en el texto original de la Constitución de 1980. Sin embargo, las limitaciones de dicho recurso -operaba sólo en contra de las leyes, y sólo en casos concretos-, y la reticencia de nuestra Corte a tramitarlo, produjeron una total indefensión de los ciudadanos frente a leyes abusivas, que duró décadas. Por eso es tan importante que la actual Carta Fundamental, además de haber introducido por vez primera el recurso de protección, considere un Tribunal Constitucional con amplias atribuciones para controlar la labor del Gobierno y el Congreso, que incluyen, entre otras, la eliminación definitiva y general de las leyes inconstitucionales y, por cierto, un potente recurso de inaplicabilidad.
Sin embargo, de forma sorprendente, el sector ideológico representado por los convencionales de mayoría -aparentemente, muy confiado de que ganará las elecciones una y otra vez en las próximas décadas-, ha escogido cuidadosamente algunas sentencias del Tribunal Constitucional (de entre los cientos que ha dictado), para justificar su eliminación y reinstalar un recurso de inaplicabilidad soft, que ni expulsará de forma obligatoria y general a las leyes inconstitucionales, ni obligará al Parlamento a corregirse en serio.
Es otra señal más de que, mientras nos entretenemos discutiendo si debemos incorporar ésta o aquella reivindicación a la nueva Carta Fundamental, la intención de nuestros convencionales es llevarnos de cabeza hacia una Constitución henchida de promesas pero que, en la práctica, no va a servir para reprimir eficazmente los abusos del Gobierno o el Parlamento en contra de los derechos de las personas. No puede decirse de forma más clara.
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