El reciente caso de Isabel Amor, removida de su cargo como directora del Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género de la Región de Los Ríos, apenas 48 horas después de haber asumido, expone un problema de origen en nuestro Sistema de Alta Dirección Pública (SADP). Aunque las personas que acceden a estos cargos lo hacen por mérito, tras un riguroso concurso público, su continuidad está sujeta a la "exclusiva confianza", que otorga al Ejecutivo la posibilidad de remover -sin necesidad de fundamentar dicha decisión- a quien desempeña un cargo.
¿Por qué este caso es más complejo? Porque la destitución ocurre a tan solo dos días del nombramiento, y se hace evidente que no tiene ninguna relación con su desempeño o alguna otra consideración técnica. El ejercicio de esta facultad es un tema muy comentado en los cambios de coalición. En dicho momento, más de la mitad de los directivos de primer nivel son desvinculados durante el primer año de gobierno, cifra que sobrepasa el 75% en el segundo año. En ese contexto, resulta inevitable preguntarse si esta práctica es sostenible. Este tratamiento no es distinto para aquellas jefaturas de segundo nivel jerárquico, en total más de 1.600 cargos entre ambos niveles de dirección.
La ley concede esta facultad al Ejecutivo, pero su uso indiscriminado erosiona la confianza en el sistema y desincentiva a profesionales altamente calificados a postularse a estos cargos. ¿Qué sentido tiene asumir un puesto que podría perderse en cualquier momento, sin importar la calidad del trabajo realizado? En los países donde el sistema de alta dirección pública está más consolidado, se exige que los directivos ejerzan su función de forma imparcial, objetiva, y políticamente prescindente, actuando con eficacia indiferente respecto del gobierno, en concordancia con el carácter profesional y técnico que les es propio.
Este caso plantea la urgente necesidad de una reforma al sistema y avanzar hacia un modelo donde los altos directivos públicos sean removidos únicamente por su desempeño y donde la continuidad en los cargos esté ligada principalmente a su capacidad de gestión, no a la confianza política. De esta manera, se dota al Poder Ejecutivo de mayores capacidades para hacer frente a sus actuales desafíos, los que derivan del aumento sostenido de la intervención del Estado en nuestra sociedad, la mayor complejidad que hoy tiene la gestión de lo público y la demanda ciudadana por servicios públicos de calidad.
Así, es vital avanzar en reformas que garanticen una administración pública profesional y técnica, que aporte a mejorar la calidad de los servicios públicos y a dar continuidad a las políticas de Estado, distinguiendo claramente entre el gobierno y la administración. El gobierno, liderado por el Presidente(a) y su equipo de confianza, define las políticas públicas, mientras que la administración, también bajo el mando presidencial, las implementa y provee servicios públicos. Esta distinción permite separar las políticas de Estado, enfocadas a largo plazo, de las de Gobierno, y promueve la profesionalización de las y los directivos de la administración, evitando que sean de libre remoción.
Lo anterior nos lleva al problema de fondo: Cómo se dispone de una administración pública profesional y un sistema de servicio civil que, incluyendo la Alta Dirección Pública, genere condiciones para la implementación de políticas públicas de largo plazo, la modernización de los servicios públicos y la entrega de mejores servicios a la ciudadanía, saliendo del viejo paradigma que para gobernar se necesita nombrar las direcciones de todos los servicios públicos.
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