Violencias y saqueos

“Cuida tu palabra; el adjetivo cuando no da vida, mata”. (Vicente Huidobro). 

Primero fueron los estudiantes secundarios los que saltaron los torniquetes del tren subterráneo y, con ello, la normalizada imagen de nuestro país como un oasis manso, la adormecida y disciplinada sociedad que surgiera tras años de dictadura y democracia en la medida de lo posible. 

Luego fue más de lo mismo, con el gobierno signando de “delincuencia pura y clara” el llamado a la evasión que detonó todo lo que viviríamos después; “falta grave”, “delito” y “acto de violencia”, en palabras del subsecretario del Interior, que justificaba la respuesta de carabineros, el cierre de estaciones y, más tarde, la invocación de la Ley de seguridad interior del Estado. Fórmula bastante próxima a lo señalado por varias voces de nuestra institucionalidad, entre ellas la del ex Secretario General de la OEA, “partidario de reprimir con energía el intento por saltarse los torniquetes para no pagar”. 

Con ello, y con la asunción del afán desestabilizador como móvil de lo que estaba ocurriendo, su narrativa resultó concordante, o acordada en inercia y comodidad podría pensarse, con lo dicho por los medios... un relato criminalizador del descontento que no solo evitó hacerse cargo del análisis, sino que dio tribuna a su lectura como pérdida y destrozo del patrimonio de todos los chilenos. Hace mucho, sin embargo, en manos de unos pocos. 

Después vendría el recrudecimiento de la protesta, un estallido que iba más allá del alza de los pasajes, así empezamos a comprender, y que con la declaratoria de Estado de Emergencia y el toque de queda subsecuente llegó a niveles nunca vistos, incluida la convocatoria y realización de la marcha más grande de la historia reciente: un millón y más de compatriotas solo en el centro de Santiago y el diez por ciento del total país, por lo bajo, si se tiene el número de manifestantes que en distintas ciudades se reunía a expresar su malestar y esperanza. 

Entre medio, y también antes y lo mismo después, el empleo indiscriminado de la palabra por parte de las autoridades y otros actores de la escena política progresivamente fue aumentando el escozor, y permitió darnos cuenta, por acumulación y obviamente no todos, de su violenta articulación como arma de gobierno y normalización.

Un uso que motejado como Piñericosas hasta nos hizo reír, en su momento, pero que arrumbado como desliz, unas veces, y casi nunca como agresión, las más, fue sedimentando en el actual estado de movilización y demanda por una sociedad menos desigual y efectivamente democrática. 

¿Cómo, sin embargo, llegamos a esto y por qué, luego de todo, nos cuesta tanto observar esa otra violencia, condenarla y aún más dejar de ejercerla? 

La sugerencia, por ir al comienzo de todo esto, de levantarse más temprano para evitar el horario punta y el alza del pasaje en el Metro, hecha por el cesado ministro de Economía, o de comprar flores porque éstas habían bajado de precio, que en septiembre hiciera su par de Hacienda, son solo dos muestras de ese abusivo uso de la palabra, nada empático para con quienes un aumento en el IPC no es exactamente un tecnicismo, y mucho menos broma. 

El hecho, por lo demás, que no se trate de situaciones aisladas en el habla de nuestra clase dirigencial, da cuenta del sentido que la actividad ha ido adquiriendo y el lugar que en ella ocupan los valores que dice defender.

La merma en las horas de descanso y/o de convivencia familiar que tal recomendación supondría para unos y no para todos, y que también puede rastrearse en los dichos del ex subsecretario de Redes Asistenciales cuando sindicara como vida social las horas de espera en los consultorios, son representativas de ese particular descuido, en ningún caso expresión de la igualdad que la democracia enarbola entre sus fundamentos, o del esfuerzo que por su parte arguyen los defensores del modelo económico. 

Tampoco sinónimo del espíritu republicano que tanto se esgrime cuando se apunta a la unidad como condición base de las políticas de ajuste, o de los acuerdos que revisten complejidad como el sueldo mínimo o la carga tributaria por ejemplo, su encarnación como burla en la población señala un segundo elemento, cual es la profunda segregación sobre la que se ha levantado el llamado milagro chileno. 

Detectable en lo dicho por el aún ministro de Vivienda cuando se refiriera a la casa en la playa o al segundo departamento como una cosa dada, su incapacidad de observar el muy disímil acceso a la casa propia en nuestro país, no solo habla de esas distancias sociales sino de la posibilidad, muy remota, de llegar a entenderlo como un derecho social.

Lo mismo el derecho al agua, hecho chiste por el todavía Director Nacional de Indap, más preocupado de si el vaso que solicitara antes de un discurso pudiese venir desde Petorca, dada su sospechosa situación de sequía, que del impacto que su falta tiene entre las personas y las comunidades de que son parte. 

Difícil de aceptar, que tal nivel de insensibilidad tampoco repare en que dicha violencia se dirige hacia quienes históricamente han debido cargar con ese esfuerzo lo hace aún más grave, en especial si, en paralelo, su repetición no redunda en una condena transversal, tal como gustan decir quienes sí llaman a hacerlo respecto del ingreso a los supermercados, la quema de estaciones o la destrucción del mobiliario público. 

¿Será que esa violencia es menos importante y, por el contrario, la molestia de clase que puede observarse en dicho llamado sí pueda emplearse para justificar el rechazo que unos invocan y no, paradójicamente, como clave comprehensiva de las acciones en torno a las que gira?

¿No hay ahí, otra vez, un uso diferencial del juicio, empleo que es arbitrario, asimétrico y elitista de muchos modos? 

Las palabras, como en un sentido amplio señalara Bourdieu, no son neutras y dejan ver, más que su contenido real, la lucha por su delimitación.

Una disputa en la que, como él mismo insiste, “la fuerza social de las representaciones no es necesariamente proporcional a su valor de verdad”.

Y en la que, dado el desbalance de su correlación material y simbólica, se corre el riesgo no solo de simplificar o reducir su complejidad, sino de aplastar sus otros sentidos y expropiar, como poder aplicado, el que desde allí pudiere haber o tratar de emerger. 

Ejemplificado en términos muy contingentes, el hecho que la violencia se reduzca al efecto que ésta pueda tener sobre la vida material de las cosas, y no a la acción directa que sobre las personas ejerce el Estado, tal como hiciera el ministerio del Interior el pasado 11 de noviembre ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Ecuador, muestra un tipo de razonamiento que a la vez que levanta serias dudas acerca del valor que se confiere a la vida, lo mismo hace de la responsabilidad que se tiene respecto de la violencia que se comete por omisión. 

¿Cómo podría interesar, siguiendo el argumento, que haya gente que no llegue a fin de mes con sus ingresos, o que pueda morir literalmente en la listas de la salud pública esperando por atención?

¿De qué modo podría ello llegar a consagrarse en un nuevo acuerdo de vida en común, por ponerlo en clave familiar, si esa preocupación no ha estado entre los contrayentes, no al menos en quienes han dicho representar por años ese interés?

¿Podría no haber desconfianza en la población si, como se ha escuchado desde el 18 de octubre pasado,“fatídico”, en palabras de un ex Canciller de la República, la crítica excede al actual gobierno y se dirige al conjunto del sistema que no ha dado el ancho para con la demanda por una vida digna? 

¿Podría no ser esa la sensación si, como escribe la poeta y feminista Adrianne Rich, “cuando alguien, con la autoridad de un maestro, describe al mundo y tú no estás en el, hay un momento de desequilibrio psíquico, como si te miraras en el espejo y no vieras nada”?

¿No hay algo de eso en lo que ha ocurrido acá, primero en la acumulada sensación de abandono y no representación que muchos han salido a reclamar a las calles y, en lo presente, en la que aún sigue manifestándose ahí?

¿Volveremos a desoír ese malestar otra vez y no lo pondremos en relación con el descrédito de las instituciones y la demanda por participación? ¿Cerraremos la escucha y, parafraseando a Omar Lara, extraviaremos la aguja en el pajar después de haberla avistado?

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