Este domingo, millones de chilenas y chilenos vamos a votar... queramos o no. Por primera vez una elección presidencial se hace con inscripción automática y voto obligatorio. Las encuestas muestran que la gran mayoría dice que irá a sufragar, pero una parte importante lo hará solo porque la ley lo exige. Al mismo tiempo, más de la mitad de los consultados está de acuerdo con la frase "da lo mismo quién gobierne, igual tengo que salir a trabajar".
No es un detalle técnico: estamos decidiendo el futuro del país en un contexto donde una parte del electorado siente que la política no cambia su vida. Hace cuatro años, con voto voluntario, apenas la mitad del padrón participó en la primera vuelta presidencial de 2021, y algo más en el balotaje. Es decir, muchas de las personas que hoy están obligadas a ir a las urnas antes se quedaban en la casa.
Y les estamos pidiendo que confíen justo cuando las instituciones dan más razones para la desafección. En una sola semana vimos al exdirector de la PDI Héctor Espinosa declarado culpable por malversación y lavado de activos vinculados a gastos reservados; la "trama bielorrusa" avanzó con formalizaciones que salpican a la exministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco y vuelven la mirada hacia el ministro Diego Simpertigue; y el Senado aprobó la acusación constitucional contra el ministro de corte Antonio Ulloa, quien terminó destituido.
A eso se suma la escena electoral. Por la derecha más dura, Johannes Kaiser ha hecho de los indultos a condenados por violaciones de derechos humanos en dictadura y en el estallido una de sus banderas, y en su cierre de campaña subió al escenario al exoficial acusado de dejar ciego a Gustavo Gatica, hoy candidato a diputado. A su lado compite José Antonio Kast, el nombre con más opciones de pasar a segunda vuelta en ese sector, y Evelyn Matthei, la representante de la derecha tradicional o centroderecha, como prefieren sus seguidores. En el centro sobrevive el intento independiente de Harold Mayne-Nicholls, que apenas ronda el 2%, mientras la candidatura oficialista de Jeannette Jara -militante comunista, pero abanderada del oficialismo más la DC- convive por la izquierda con el programa sin posibilidades reales de Eduardo Artés. La papeleta se completa con los populismos ya conocidos de Franco Parisi y Marco Enríquez-Ominami.
¿Qué nos pasó para terminar con una oferta tan cargada a los extremos -un candidato que promete indultar a violadores de derechos humanos, otro que reivindica sin matices el orden de la dictadura, una candidatura comunista que intenta representar al gobierno completo, proyectos testimoniales como el de Artés y un centro reducido casi a la anécdota- mientras los populismos de siempre rondan la escena? La respuesta fácil es culpar "a los políticos". La más incómoda es admitir que esto también habla de lo que hemos tolerado como sociedad: corrupción cuasi normalizada, abusos con poca o sin sanción real, memoria frágil frente a los derechos humanos.
Una encuesta de la UDP ayuda a entender el trasfondo. Sus autores identifican tres grandes grupos: "Entusiastas del orden", inclinados a la derecha y enfocados en seguridad y control; "progresistas esperanzados", que priorizan justicia social y redistribución; y los "indecisos resignados", el segmento más numeroso, que vive la política desde la desconfianza y la sensación de que nada cambiará. Son, justamente, quienes en mayor proporción votarán porque es obligatorio, no porque crean en las alternativas.
Allí está el núcleo del problema: en un contexto de miedo y rabia, el voto obligatorio puede reforzar opciones que prometen soluciones simples a problemas complejos. Cuando la prioridad se reduce a "orden y castigo", cuando una mayoría se inclina por castigar antes que rehabilitar y está dispuesta a resignar libertades a cambio de seguridad, no es difícil imaginar qué tipo de liderazgos se fortalecen si la gente vota desde el cansancio o la resignación.
Pero la salida no es volver al voto voluntario. Sería injusto que las grandes decisiones nacionales dependan solo de quienes están más movilizados -a veces, los más extremos- mientras el resto se autoexcluye. El problema no es que hoy vote más gente; es que una parte importante lo haga sintiendo que nada de esto importa.
De eso se trata, justamente, la participación consciente y convencida en un escenario de voto obligatorio. No significa enamorarse de un programa ni creer todas las promesas, pero sí hacerse cargo, al menos, de tres cosas básicas: quién está detrás del nombre que marco; qué propone en seguridad, economía, derechos sociales y memoria; y qué está dispuesto a sacrificar para cumplir esas promesas. No da lo mismo si un candidato está ofreciendo indultos a condenados por violaciones gravísimas de derechos humanos ni si otro hace vista gorda frente a la corrupción.
Votar informados no va a resolver la desconfianza de un día para otro, pero es una forma mínima de no entregar el país a la inercia o al odio. El voto obligatorio puede ser un piso democrático. Lo que está en juego ahora es si somos capaces de construir, sobre ese piso, un techo de responsabilidad cívica. Si vamos a votar obligados, que al menos la obligación sea con nuestra propia conciencia.
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