Mucho se ha hablado en los últimos meses respecto a la factibilidad de implementar un sistema de voto electrónico en el país. Este no es un debate nuevo y rebrota cada cierto tiempo, esta vez por la realización de un plebiscito nacional con decenas de miles enfermos por Covid-19 formalmente activos y una desconocida cantidad de asintomáticos portadores de este virus altamente contagioso.
Y como es usual, aparecen insistentemente los detractores del voto electrónico con su kit automático de respuesta que, por muy repetitivo (y terco) que parezca, no deja de ser cierto, válido y académicamente dedicado.
Dentro de su decálogo escrito en piedra hay una pregunta que a mi juicio es el punto de inicio para darle sensatez a la discusión y no volverla ideológica: ¿Por qué?, ¿Para qué? y ¿Se justifica?
Para empezar, si revisamos el gasto fiscal total de las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2017, éste superó los 60 mil millones de pesos.
De estos, casi 40 mil millones se destinaron a la realización de las elecciones, es decir, bienes de consumo, gastos de personal, centro de cómputos, bodegas, red de transmisión de datos, centro de llamados, entre otros. Este costo operativo en un voto en línea puede verse fácilmente reducido a una octava parte. Cada elección o plebiscito nacional que no opere en línea tiene un costo país que puede variar entre los 20 y 35 mil millones de pesos. Y lo más grave, ese costo no incluye las horas hombres, cierres de comercio y tiempo que todos los votantes deben invertir.
Esto último dimensionado en costo es una cifra absurdamente elevada. Pero la cosa empeora si es que queremos una democracia activa, lo que nos lleva al siguiente punto.
Una elección o plebiscito nacional es un infierno operativo. Formación de mesas, voluntarios, el ejército desplegado, buses de acercamiento, y ahora, medidas sanitarias extraordinarias.
Y todo ese esfuerzo no alcanza para llegar a todos aquellos que por derecho deben tener acceso a una forma de votación y no lo hacen porque están enfermos, porque están en países extranjeros, tienen que salir de su distrito por fuerza mayor, etc. Ahora imagínese llevar ese esfuerzo, que ya es incompleto, a una práctica habitual de varias veces al año en la cual se puedan practicar elecciones de nuevos cargos, mayor rotación política, y por qué no, mantener diálogo con la ciudadanía para plebiscitar o consultar decisiones de alto impacto. Esa democracia participativa con voto en papel es operativamente imposible e infinanciable.
Es más, a pesar de haber gastado un monto que alcanzaría para la construcción de hospitales, escuelas u obras viales en todo el país en un sólo día de elección, para el 2017 sólo un 46% del padrón electoral votó en la presidencial.
Más de la mitad ni siquiera hace ejercicio de su derecho debido a diferentes motivos, uno de ellos, el costo personal sea cual sea este. De ese modo, el voto presencial no sólo nos prohíbe una democracia participativa, la democracia representativa que nos deja, de representativa tiene poco. El voto papel no es el principal responsable, por supuesto, pero contribuye.
Así, existen muchos otros motivos de peso para pensar que el voto en línea tiene un rol fundamental en la construcción de un mejor país, más eficiente y participativo.
No podemos hacer oídos sordos a los alegatos (inteligentes y bien intencionados) de Tom Scott o sus seguidores, aquí en Chile, la fundación Derechos Digitales ofrece una óptica desde el derecho que bien describe su detracción.
Pero eso no significa que esas interrogantes no puedan hallar respuesta seria y dedicada. Lo primero es tener suficientes motivos para plantear un cambio en la actividad más sensible y solemne de una nación.
Luego viene el “cómo” y ahí es donde comienza el debate sobre si es viable combinar secreto y autenticación, el riesgo del hacking, etc. En general el foco está puesto en la tecnología y, personalmente, creo que es un error, la clave está en el diseño. Es como creer que lo positivo del voto en papel es el lápiz que se usa y no todo el esquema que está a su alrededor.
Las herramientas para diseñar un proceso electoral incorporando elementos digitales, de manera confiable y responsable están a nuestra disposición, pero, estimado lector, eso será material para una próxima columna.
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