Todos saben que el barco hace agua
Todos saben que el capitán mintió. (Leonard Cohen)
Reencontrarse con la pantalla inexorablemente blanca de mi negro laptop lejos de mis gratísimas exploraciones en el mundo de la ficción no me es fácil.
La comodidad de mis proyectos solipcistas y mi recelo cada vez mayor en la atmósfera que dimana de las redes sociales se han convertido, sin quererlo, en el tema que me reclama de vuelta a este espacio.
Mirar de reojo el agua donde se navega me parece bastante sano, ciertamente, si uno no quiere ahogarse en tanta palabrería tóxica que nos rodea. Recorrer la red de las redes en nombre no sólo de la entretención, sino de las ideas y la información se ha hecho un poco turbulento, sobre todo si uno se interna mar afuera.
No obstante, como defensor obcecado de la libertad de expresión, desconfío tanto de quienes sistemáticamente atacan el derecho a expresarse libremente como de los que escupen la primera pepita de lo que comen sin tener ni idea de lo que hablan, ni respeto por lo que el otro quiere decir, ambos males congénitos del chileno, especialmente.
En este sentido, recientes circunstancias políticas, todas ellas altamente críticas como el Brexit, la votación a favor del No en Colombia y la elección de Donald Trump, detonaron, como se sabe, la utilización de una palabra que se usa con cada vez más frecuencia en los círculos intelectuales: la pos verdad.
Conspicuamente, la definición dada por el Diccionario Oxford se refiere a “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Transcribo palabra por palabra la traducción de Emol; esperando que esta vez El Mercurio no mienta, usamos este término como base para esta breve disquisición.
Según parece la palabra habría sido utilizada por vez primera por un dramaturgo autor de obras basadas en la contingencia, Steve Tesich, en tanto que Ralph Keyes, Eric Alterman y otros ya en 2004 habían sistematizado el término como parte de la denuncia de las activísimas tareas de desinformación en que incurrió el lamentable régimen de George W. Bush.
Al mismo tiempo, la idea de la pos verdad se ha popularizado como el clásico reguero de pólvora en las combustibles redes sociales, lo cual resulta altamente paradójico, por decir lo menos, por cuanto este severo término se utiliza precisamente hoy por hoy como su antídoto.
Me explico, habiendo hecho de las suyas polémicas aserciones como las teorías conspirativas en foros, blogs, newsfeeds y los comentarios más o menos ofuscados en la red del pajarito, (por nombrar a una de las más influyentes) un más que manto, tsunami de dudas ha comenzado a socavar, a nivel superlativo, a toda una serie de discursos estandarizados, sobre todo aquellos relativos a la política, la historia y la ciencia.
Ejemplo de ello es el rechazo de muchos a la certeza en torno a la llegada de Estados Unidos a la luna en 1969 y la campaña contra las vacunas por su supuesto daño colateral.
Gracias a Internet, todos podían, de pronto opinar, es decir criticar, poner en duda todo lo dicho, todo lo enseñado, todo lo impuesto, todo lo creído. Nada construido con imágenes o palabras estaba a salvo. De poco servía la voz de los expertos, los sacerdotes, los científicos, los profesionales.
No importa que tan irredargüiblemente mostraras tus credenciales, tus documentos, tus métodos de medición. La profusión de voces variopintas y auto vindicativas ha hecho furor en lo que llevamos del siglo. De pronto surgían explicaciones desde fuentes impensadas, ángulos no vistos, material descartado. Las instituciones sencillamente comenzaron a ser puestas contra la pared. Como es lógico, algunos comenzaron a preocuparse.
Pese a sus frecuentes columnas de lavado de imagen en Natgeo, nadie cree en Monsanto, pese a las declaraciones de físicos hipercalificados de la NASA; la gente sigue creyendo en civilizaciones extraterrestres que vendrán a hacernos jalea; pese a derramar vendavales de cifras positivas connotando que somos un país feliz entre los felices, derramamos vendavales de insultos a los incautos propagadores de la buena nueva. Cualquier político del lado que sea endilga alguna impresión pasajera y obtiene arteras réplicas que lo llaman rápido al silencio y así, un largo etcétera.
Pero cuando el río se revuelve solo pueden ganar los pescadores. Parece ser de que alguien desde un neblinoso Olimpo y blandiendo un habano ya está harto de no lucrar con esto.
La democratización digital de la palabra asustó hasta la constipación, y ahora surgen voces que rasgan vestiduras para contraatacar, buscando lo que yo pienso que es, en el fondo, un descarado restauracionismo.
Desde palacios gubernamentales, pontificios, cátedras, cuarteles generales y demases se exige poner alto a tamaña grosería e irrespeto. Los medios de comunicación oficiales cumplieron su deber con eficiencia y parcialidad (sic) encomiables, alineados con el poder, sin reservas truenan en sus editoriales contra esta verdadera orgía verbal en la cual todos se dan con todos, todos le rebaten a todos, todos le enseñan a todos. Inaceptable, pues oye…
Curioso porque la desinformación, y la propagación de sofismas y verdades a medias es una herramienta típica del actuar de los grandes poderes desde la Edad Media hasta nuestra época, siendo el viejo Goebbels el modelo de excelencia imitado hasta la náusea por los ministerios de propaganda de todo el mundo tan democrático y bien intencionado de hoy.
Encubrir, omitir, engañar, los ingredientes de la pos verdad, han sido utilizados por cualquier entidad que reclame su presa en la lucha por el poder. Quienes hicieron de la mentira sistemática un modus operandi hoy claman por el retorno a la fuente fiable, es decir la que ellos proveen.
Ni la propia ciencia se salva, tantas veces cómplices de laboratorios despiadados, acabó encomendando sin ambages la tarea de divulgar sus logros a unos mercantilizados medios de comunicación, y no supo darse cuenta cómo se terminaron distorsionando de cualquier manera sus postulados tan cuidadosamente formulados en nombre de un titular espectacular que batiera las cifras de venta o dejaran contento señor contento al avisador de turno.
Les faltó calle, cosa que los medios tenían de sobra antes de ser bienvenidos en las fiestas de la corte. Pero era tarde. Los profesionales establecidos que saben cómo hacer las cosas, en nombre de los intereses muchas veces inextricables de sus avisadores, o sea, sus dueños, no dudaron en llenar las pantallas o los encabezados de noticias falsas o sencillamente mal entendidas y ahora, repentinamente, se visten como campeones de la verdad y la autenticidad, la que, cuando les incomoda, no dudan en soslayar.
Se esgrime como argumento de peso la evidencia empírica, la sanción de la academia a la cual esos propios medios hace tan solo ayer fingían desacreditar dando extensas tribunas tanto a investigadores independientes como a simples pirados.
Se exhibe nostalgia por rancios positivismos cuyo resultado final sabemos que tienden a oscilar entre el pavoroso símbolo de la bomba atómica, materialismos dialécticos fracasados y mercados de valores hipervoraces. Jugaron a desinformar, a engañar, ahora el juguetito se les salió de control. Ahora es el público general el detentor de la potestad de informarse a sí misma y jugar a mentirse si lo desea.
Por supuesto que la máquina de hacer lucas (para unos pocos) del neoliberalismo es lo único que sale ganando, transformando las ideas en slogans para tazones, poleras o letras de musical de Disney. Pero eso no lo dice el, en apariencia, ofendido discurso oficial, el único gestor de este dislate.
Es fácil acusar al empedrado pos moderno, que relativizó el discurso supuestamente pragmático del capitalismo como mero volador de luces al servicio de ideologías o intereses domésticos, o al supuesto anonimato cobarde del manifestante surgido con sus peñascazos desde la masa (no se hagan los estúpidos: no hay tal anonimato, sus policías pueden obtienen la dirección IP de cualquiera en segundos).
Tal vez la humanidad está cansada de los desastres y la ley de la selva de la historia y de las vacilaciones de la ciencia y simplemente confía en las respuestas del vecino o del pariente.
Tal vez el derecho de hacer uso del pensamiento crítico es la única solución ante tanta mentira y no la ley de la mordaza y los dictámenes del clero con los que tanto sueñan algunos. El educador tiene la tarea de propiciar ese análisis serio y riguroso, pero parece que nadie quiere facilitársela.
Quizás a los únicos que realmente les importa la volatilidad de los simplones hechos sean esos pacientes y sabihondos sujetos de bata blanca que se ríen silenciosamente mientras examinan los sofisticados aparatos de sus laboratorios y vuelven a hacer check en la lista de sus hipótesis una vez más descartadas. Ellos tienen la paciencia y el tiempo para estas cosas.
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