He escrito sobre La Unión en este medio, sobre su ocaso y sobre mi nostalgia, sobre el vaso medio vacío, pero también sobre el vaso a medio llenar, cuando la nostalgia se transformó en memoria y orgullo. La Unión hace la fuerza, dicen. Dividir para reinar, dicen otros. La Unión es un pueblo al sur de Chile, en la Región de Los Ríos y, qué duda cabe, es también un pueblo al sur de Estados Unidos.
La Unión es paso obligado para la visita al alerce milenario, vía Trumao, circunstancia desaprovechada; y sale al mar, Cordillera de la Costa mediante, en Hueicolla, playa de la elite unionina, unos pocos kilómetros al norte de la desembocadura del río Bueno, en La Barra. Ya hemos hablado de esta tierra fértil en nuestras columnas anteriores, pero me cabe ahora la obligación, el deber ontológico, de hacer un punto en particular que se desprende de mi última visita al territorio.
Cuando estuvimos ahí con mi nieto mayor hace unos 5 años atrás, fuimos al Coppelia (¿con una o dos pes?), ubicado frente al histórico Café Central, que ya no está y constatamos -yo lo hice, en realidad- de que estaban allí, en perspectiva vintage, las dos espléndidas máquinas que otrora producían helados que se depositaban directamente en los cucuruchos, cremosos helados de vainilla y chocolate, que después engullíamos con entusiasmo con el "chino" Serrano. Con el corazón repleto de felicidad caminamos por la plaza pública, el espacio público central del pueblo, donde nos dábamos vueltas y vueltas cuando éramos muchachos para cruzarnos con las chicas que venían en sentido contrario, todo fríamente calculado. Quizás no tan fríamente. Allí fuimos recibidos con un coro inagotable de bandurrias, pero los asuntos estaban emplazados casi tal cual como los recordaba, si bien había algunos cambios.
En lo sustantivo, allí estaban la pileta central y el quiosco de dos pisos del orfeón municipal, frente a la escultura de don Bernardo O'Higgins, que nunca supe qué hacía en La Unión, pero ahí estaba. Y muchos de los árboles de la época, no todos por cierto, ni las viejas banquetas donde pololeábamos en las noches. A mi nieto le gustó el lugar, yo sentí que se emocionaba conmigo.
Y ahora fui nuevamente, hace un mes atrás, y no puede caminar por la plaza, porque que estaba cerrada completamente envuelta en un murallón de plástico verde que desde las esquinas dejaba ver por encima un picadillo de cemento muy parecido al del viejo Tokio después de la visita de Godzilla Minus One (ver en Netflix) o del antiguo París bajo la arremetida urbanística de Napoleón III y de su ejecutivo barón Georges-Eugène Haussmann (leer "La casa que amé", de Tatiana de Rosnay). En eso se había convertido nuestra vieja plaza, nuestro amado espacio público. Desde allí no logré distinguir si nuestro viejo quiosco seguía en pie, pero distinguí al lado de la pileta una garza metálica que picoteaba sobre ella.
Me fui con el corazón destrozado. Pensé cosas. ¿De quién será la empresa que obtuvo este contrato? ¿A quién se le pudo ocurrir barbaridad semejante? ¿Habrá sido consultado el pueblo de La Unión, el verdadero dueño del espacio público? ¿Cuáles habrán sido las buenas razones para poner en marcha una intervención de este calibre? Las habrá, supongo. Y por último ¿me estaré poniendo muy conservador y retardatario frente a cambios que son inevitables? Vaya usted a saber.
El mito del asunto es que desde las alturas era visible una esvástica nazi desplegada en los mosaicos de la plaza. El mito agrega que en tiempos pretéritos algún jerarca nazi escondió sus barbas en ese lugar, en La Unión. Como en mis tiempos de estudiante a punto de salir a la universidad la marihuana no se había introducido todavía en el lugar, nunca hubo modo de sobrevolar la escena para distinguir el artefacto. Recordé que Alberto Daiber hijo, el "tati", participó del festival de la canción de La Unión en una de las primeras semanas unioninas que nos dio por celebrar en esos entonces, y denominó a su dúo Cannabis Indica. Pero eso era todo, no había más. Habían vuelos que se realizaban en pequeños aviones rumbo a Hueicolla, pero tal vez no pasaban sobre la plaza y los pilotos de entonces que nunca supieron para advertirnos ya se fueron al más allá. No hay como interrogarles. Entonces esto de la esvástica es un mito reciente.
En fin. Ahí está mi pueblo querido. Se agrega a la nostalgia, a la memoria y el orgullo, una cuota de dolor. Cómo me habría gustado poner mis asentaderas en un banco de nuestra magnífica plaza para contemplar la iglesia, el edificio del banco, la casa de los Bustos y en el recuerdo que inevitablemente surge, la de los Ilarreborde que la Colún fagocitó. Me la habría pasado bien un rato, a pesar de las bandurrias.
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