Bolivia, cuestión de afecto
¿Hay algo que pueda llamarse afecto entre los pueblos? Sí, por qué no. Es algo parecido al cariño entre los amigos. No al afecto entre los aliados expuesto fácilmente a la traición. Entre los pueblos sí puede darse un cierto amor. ¿No es algo así lo que sentimos por amigos de otras nacionalidades? El cariño entre personas de distintos países tiene un gusto incomparable.
¿Por qué Chile no ama a Bolivia? ¿Por qué Bolivia no ama a Chile?
Esto no es del todo verdadero. Hay bolivianos y chilenos que son grandes amigos, hay matrimonios mixtos, hay hijos e hijas que nacieron allá y que viven acá, y viceversa. ¿Podrían crecer estos afectos hasta convertirse en un tipo de amor de un país por otro? No tan rápido. Para conseguir este fin habría que poner los medios: remover los obstáculos y recurrir a la imaginación para encontrar la fórmula.
Lo primero será tener claro el fin último en una relación internacional entre vecinos: Chile y Bolivia han de vivir la fraternidad. ¿Es mucho pedir?
Mucho tal vez para Chile, un país que se hizo con guerras y cuyo honor nacional estriba en sus ejércitos. Demasiado para un cristianismo chileno de baja ley que olvida que hay un solo dueño de la Tierra: el Creador. El cristiano a la chilena cree más bien en la propiedad privada.
¿Es Chile dueño de Chile? No es cosa de olvidar la historia y los tratados. Tampoco el arte de la política. Y sería además torpeza prescindir de la diplomacia. Tomarse el derecho internacional a la ligera tiene el peor de los pronósticos. Sin acuerdos internacionales y estipulaciones precisas, no se conseguirá nunca nada serio y duradero.
Pero no se pueden confundir los planos. Unos son los medios y otros son los fines. El derecho, la política y la diplomacia son medios; la concordia, el intercambio y la paz entre los pueblos son un fin.
Si Chile quiere tener como hermana a Bolivia, tiene que invocar sus mejores sentimientos y ponerse en el lugar de los bolivianos que, contra razones jurídicas nuestras probablemente inatacables, claman una salida al mar que consideran indispensable por motivos que nosotros los chilenos no logramos comprender o despreciamos.
¿Traicionaríamos así la sangre de nuestros soldados? ¿O será que no queremos renunciar a la provincia de Antofagasta de la que hemos vivido hace más de cien años? ¿A qué le tenemos miedo? ¿A ceder? No se trata de devolver Antofagasta. El asunto no es simple.
Chile y Bolivia deben primero buscar comprenderse a nivel emocional, y después todo lo demás; y, al mismo tiempo, deben remirar todo lo demás, en vista de ponerse en el lugar del otro. Comprendiéndose uno a otro, cada país podrá ver mejor la grandeza del fin e inventar los medios.
Los chilenos creemos tener la razón porque el derecho está de nuestra parte. Pero olvidamos que la razón es irreductible al derecho. La razón se nutre también de otras fuentes y, en este caso, debe aspirar a la máxima realización posible de la fraternidad entre Bolivia y Chile.
Nuestro país no puede parapetarse en el derecho para defender a muerte sus intereses. Tampoco puede renunciar a estos y al mismo derecho como si nada.
Si deja de lado el miedo a perder, si apuesta en cambio a la posibilidad de ganar una gran hermana, se le abrirá la imaginación y ayudará a inventar una solución que en todo caso será obra de dos y no de uno solo.
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