En las últimas tres décadas, nuestro país reconstruyó de manera ejemplar su relación con el mundo. Del país aislado que dejó la dictadura, pasamos a ser uno de los miembros mas prestigiados de la comunidad internacional. Ese éxito se funda en una política de Estado compartida, transparente, basada en principios claros y con un alto nivel de continuidad más allá de los gobiernos.
Esos principios, entendidos como reglas permanentes de conducta, incluyen el respeto del derecho internacional y los tratados, la defensa de nuestra soberanía y el respeto de la soberanía de los demás, la no intervención, el fortalecimiento del multilateralismo y de las instituciones internacionales, la solución pacífica de las controversias, la defensa de los derechos humanos y la cooperación internacional. Cuando Chile interactúa con la región y el mundo, en el plano internacional lo hace siempre en base a estos principios y esa práctica nos hace consistentes y plenamente confiables.
La conducción de la política exterior de Estado recae en el Presidente de la República, de acuerdo a la Constitución. Pero para que ella sea efectivamente unitaria y nacional, se requieren al menos dos condiciones: primero, el diálogo permanente con el Congreso, los partidos, las demás instituciones y la sociedad, de manera de asegurar que lo que hace el Estado representa efectivamente a la nación y segundo, la certeza de que se está actuando para el interés nacional y no para servir sólo los intereses políticos de quien la dirige.
La Política Exterior de Estado defiende el interés nacional, no los intereses particulares de nadie, ni siquiera del Presidente de la República.
Fue nuestra política de Estado y la unidad nacional en torno a ella, lo que nos permitió enfrentar con éxito el caso con Bolivia. Cuando algunos proponían cambiar nuestra línea de apego al derecho, denunciar el Pacto de Bogotá y rechazar a la Corte, nos apegamos a esos principios: nos mantuvimos en la legalidad internacional, enfrentamos el caso con las armas pacíficas del derecho, no agredimos a nadie y sobre todo dialogamos permanentemente, sin crear nunca la menor sospecha de que el gobierno de turno intentaba llevar agua al molino del interés político interno.
Desde hace meses la conducción de nuestras relaciones exteriores parece desviarse del interés nacional, en el contenido y en la forma.
Las decisiones sobre el Pacto de Escazú y la Declaración de Marrakech alteraron la política que se había estado siguiendo en temas tan cruciales como el medio ambiente y la migración y lo hicieron de manera inconsulta y completamente sorpresiva, ya que Chile había tenido en ambos casos un papel activo en su elaboración y, en el tema migratorio, el propio Presidente había comprometido su apoyo ante la Asamblea General de la ONU.
Aún esperamos explicaciones concretas de cuáles contenidos de esos textos, negociados por nuestra cancillería afectarían el interés nacional; tal conclusión ciertamente no fluye de su lectura.
El caso de Venezuela se inserta dentro de un clima de desconfianza en los propósitos con los cuales se conduce hoy nuestra política exterior. En Chile se reconoce muy mayoritariamente la enorme crisis política, económica, social y humanitaria que se vive en Venezuela, así como la necesidad de que nuestro país se involucre en ella. En eso no tenemos diferencias.
Nuestra crítica se centra en la forma y contenidos de ese involucramiento, que ha abandonado definitivamente la búsqueda de una solución pacífica del conflicto para abanderizarse con una postura confrontación total, en que la única solución parece ser un combate entre buenos y malos venezolanos, cuyo árbitro final serían las Fuerzas Armadas de ese país.
Y además, sin consulta alguna, nuestro Presidente ha decidido asumir un papel protagónico en la línea más confrontacional, haciendo uso del tema para adquirir un relieve propio, que lo aleje de otros asuntos internos. Nuestro jefe de Estado parece más dedicado a liderar un bando que a buscar una salida política a la crisis.
Hay una crisis humanitaria en Venezuela y es necesario llevar ayuda; pero (como lo recuerda Gustavo Ramírez en su excelente artículo en otro medio electrónico), la asistencia humanitaria, para ser efectiva, debe ser neutral, imparcial e independiente, lo cual ciertamente no se logra por medio del operativo mediático que Piñera ha decidido encabezar.
Esa escenografía montada, con concierto incluido, no logrará que Maduro abra las puertas de su país, ni abrirá camino a una solución pacífica, ni sigue las normas de la Cruz Roja ni de Naciones Unidas para una ayuda humanitaria efectiva.
Y la participación en ella del Presidente Piñera parece más bien intencionada a encabezar una corriente política que a servir los principios y formas de nuestra política internacional de Estado, que rechaza la intervención militar desde dentro o desde fuera de un país.
Complementa el Presidente Piñera su viaje a Colombia, con el anuncio del reemplazo de la UNASUR, por un nuevo organismo, que nacerá tan ideologizado como el que pretende reemplazar y que, por cierto intenta dar a Juan Guaidó una legitimidad que no ha obtenido en la OEA. No imaginamos a algunos países de Sudamérica concurriendo a este llamado tan poco neutral.
Todo esto es apresurado, exagerado e inconsulto. Quisiéramos ver a Chile encabezando una posición constructiva de búsqueda de paz y diálogo. Hay socios para eso, incluyendo países que han reconocido a Guaido como España y Francia.
¿Por que no nos reunimos con ellos?
¿Por que seguir solo las voces del belicismo y la confrontación? Es el momento en que, como Alessandri en el caso de Cuba o como Lagos en el de Irak, se requiere nuestra voz de principios.
Ojalá haya aún espacio para un verdadero diálogo nacional que permita recuperar nuestra mejor tradición internacional.
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