Si celebramos con tanta algarabía es porque creíamos algo equivocado, pensábamos que estaba en juego nuestra soberanía, que la justicia no serviría, es porque alguien nos dijo que el progreso de los pueblos y el desarrollo de los países se hace en desmedro del otro, de un otro que lo consideramos menos, sucio, negro, chico, flojo, impuro.
Por eso para quienes siempre tuvieron claro de qué se trataba el fallo de ayer (lo dije hace 3 años en este mismo espacio a propósito del rechazo de la objeción preliminar interpuesta por Chile), nada pasaría, todo seguiría su rumbo natural. Se seguirían respetando los tratados internacionales, se garantizaba que cualquier negociación con Bolivia (y con cualquier otro país), pasaba por la voluntad de Chile, y que todo quedaría en nada.
Por eso lo dijimos antes que se fallara, que no habría nada que celebrar ni nada que lamentar. Y de ahí que las lágrimas de la alcaldesa de Antofagasta están de más, diría que son irresponsables, si no falsas; el aplauso de parte de la clase política que saltó de sus asientos en el comedor de La Moneda, desproporcionado, esa arrogancia en las opiniones de unos y otros respecto de la posición victoriosa de la patria frente a un fallo que lo único que hace es decir que aquí no pasa nada, nada de verdad fuera de la imaginación patriotera, nacionalista, enfermiza de los más fanáticos que en algún momento creyeron que la patria estaba en pie de guerra.
No por nada la armada movilizó infantes de marina, el ejército agazapó hombres en las trincheras como un juego de guerra una y mil veces ensayado, pero ahora con honesta adrenalina, provocada por un sargento formado en el odio, carabineros de frontera improvisando otro relato, quién sabe si estaban listos F-16 rugientes escondidos en las ramplas de la base de Los Cóndores de Chucumata.
¿Para qué, por qué?
Quizás para anticiparse a las hordas de altiplánicos que descenderían de las pampas con sables y machetes para recuperar Cobija, Tal-Tal y Calama
Me da rabia, me indigna, me avergüenza ese espíritu belicoso, esa algarabía irreflexiva, ese civismo edulcorado. La derrota del pueblo boliviano es el triunfo de la raza chilena, como podría insinuar Encina en su compendio de Historia de Chile.
Por eso, es aconsejable la sobriedad. Nada perdíamos y nada ganábamos. Apenas la constatación de que la justicia internacional está hecha para evitar muertes, ejércitos y soldados.
¿Cuántos regimientos menos, cuántas balas menos significan un fallo en paz, un fallo en derecho de la Corte Internacional? En buena hora. La paz reemplaza al militarismo, el derecho a las armas, la justicia a la prepotencia de la Guerra.
Y por cierto lo anterior no significa estar con la posición boliviana, lo aclaro porque en el tenor de lo antes descrito, más de alguno que no sabe leer o que apenas entiende lo que lee, va a deducir de una postura como ésta un acto de evidente traición nacional.
Soy crítico del fondo y de la forma de cómo Bolivia, arrastrado por la torpeza de Evo Morales, ha enfrentado su problema de aislamiento geopolítico. La CIJ ha hecho justicia y eso es motivo de sobria satisfacción. Con ello, Morales ha perdido 5 años, quizás más, en que se podrían haber producido verdaderos acercamientos estratégicos con nuestro país, buscando apoyos comunes, asociatividad económica y productiva, fortalecimiento de lazos culturales, sin embargo, hoy con un clima de confianzas dañadas, con un Morales absorto, desconociendo su definitiva derrota, pareciera más difícil allanar los caminos de la concordia y el desarrollo.
Pero si no entendemos que el destino de nuestro progreso común es el trabajo conjunto, seguiremos en Latinoamérica subsistiendo nosotros mismos, aislados unos de otros, recelosos, divididos ante las grandes potencias, minimizados en los acuerdos internacionales, viéndonos de reojo precavidos y escrupulosos.
Lo hicieron europeos tras la Segunda Guerra, distintas lenguas y distintos dioses, ¿tan difícil sería hacerlo nosotros, para no seguir siendo el patio trasero (o el corazón en la bandera) de las grandes empresas que no conocen fronteras provenientes del país del norte, o más bien de los intereses corporativos del gran negocio?
Por eso creo en la mesura y la calma. A la satisfacción de un juicio justo y merecido, invito a mis compatriotas, a las personas de este valle unidas por nuestras historias y tradiciones, a la gente que comparte conmigo el mismo sentido identitario, a ampliar las miradas; a asumir un liderazgo con el pueblo boliviano, invitarlos a conversar a buscar acuerdos, encontrar lugares comunes desde donde se pueda construir la paz, una paz duradera, una paz con desarrollo y justicia para todos.
¿La única forma de acceder al mar es con soberanía? Será la respuesta que debemos escuchar de los bolivianos, ya no en el fragor de la urgencia sino en el escampado de la tormenta.
Nuestra verdadera identidad es aquella que reconocemos como compartida, una historia, una mirada, una canción cuyas palabras no interfieren el fluir de las ideas; las formas de nuestros pagos, sombríos en la pre cordillera de junio, tibias en las alamedas de noviembre, que descubrimos en las mismas fábulas y leyendas contadas por nuestros padres y abuelos, por nuestros esforzados ancestros que llegados de ultramar con una o la misma lengua o surgidos de las entraña de los volcanes o del mestizaje invisible entre nuestras razas de campos, pueblos y ciudades, han sabido darle sentido a nuestro pasado y dirección común a nuestro futuro.
No importa si somos campesinos, oficinistas o pintores, matronas, cantantes u obreros, artesanos, sacerdotes o jubilados, todos reunidos en el simbolismo de un mismo color nos reconocemos como chilenos. Si esta interminable descripción de condiciones es la patria que nos convoca, chilenos somos todos, y un poco más allá latinoamericanos que podemos forjar un sueño común.
De nada sirven los nacionalismos añejos, la falsa historia construida a punta de sables y símbolos militares, las marchas que resaltan nuestra identidad en desmedro de las de los vecinos.
Nuestra historia es más que un héroe y una batalla, es el trabajo de millones de personas anónimas. No aquella alzada por un fanatismo patriotero de barra brava, quienes confunden el amor a esta tierra e historia con una trinchera para separase de los demás.
Nada que celebrar, nada que lamentar, lo de La Haya es apenas una invitación a reflexionar cómo a partir de un fallo que nos da la razón jurídica, podemos asumir un liderazgo regional que le permita a nuestros pueblos acercarse como hermanos, edificar un destino común, proveer a su gente mayores estadios de bienestar resguardando las respectivas identidades, las que finalmente, siendo las mismas no son iguales.
Buena caza.
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