Hace unos días, me llegó el texto del sacerdote Juan Ruiz Jorge L.C., quien señalaba, “la historia de nuestra Iglesia ha estado siempre plagada de crisis. Sus mismos inicios estuvieron manchados con la traición de Judas, la negación de Pedro y tantos otros pecados que llevaron a Cristo a la Cruz. En el siglo X se vivió el así llamado "Siglo oscuro", en el que los Papas estaban al servicio de las familias romanas, que los usaban a su antojo para sus intereses políticos y familiares.
El Cisma de Occidente vio a tres Papas luchando entre sí por ser el legítimo Vicario de Cristo. El Renacimiento tuvo a Papas como Alejandro VI o Julio II, que dejaron mucho que desear de su misión como Sucesores de Pedro. En el siglo XVIII, algunos Papas jugaban a ser emperadores e incluso uno de ellos (Clemente XIV) cayó en los juegos políticos de reyes masones y suprimió la Compañía de Jesús. Y la Iglesia siguió adelante...”
Si releemos esta breve historia, veremos que el abuso de poder es el sustrato de todo y se ha venido dando desde la institucionalización de la Iglesia por Constantino hasta nuestros días. Éste abuso ha tenido expresiones y manifestaciones diversas a través del tiempo constituyéndose en una cultura, como bien señala nuestro Papa Francisco.
El sustento de esta cultura está determinado por una visión de Iglesia. En efecto, antes del Concilio el principal fin de ella era “la salvación de almas”.
Siendo así, la llave para esa salvación la tenía el personal consagrado. Los laicos debían someterse a realizar lo que los “directores espirituales” le decían, el clero tiene la facultad de perdonar los pecados, de entregar los sacramentos. En fin, son fundamentales para la salvación. (Desde esta perspectiva podemos leer el caso Karadima y Macal Maciel)
Sin embargo, el Concilio Vaticano II nos muestra una nueva Iglesia que propicia “la Construcción, en Cristo, del Reino de Dios en la Tierra”. Por lo tanto, en este fin adquiere mayor importancia el rol del laico que está en el mundo. No significa restarle importancia al clero, pero ya no tienen el peso anterior.
En esta visión se sustenta el documento conciliar Lumen Gentium. Allí se expresa claramente la corresponsabilidad en la vida y conducción de la Iglesia de consagrados y laicos, iguales en dignidad con distinta función. Documento que quedó guardado hasta que Benedicto XVI lo rescató.
Aquí esta la clave que explica porqué ha costado tanto hacer realidad el papel del laico según el Concilio. En definitiva, ha seguido primando la visión preconciliar en muchas instancias de la Iglesia. La mayoría del pueblo católico sigue inspirado en esa visión y muy particularmente la piedad popular.
Esta cultura eclesial de abuso de poder, se expresa en el Clericalismo, en el manejo de consciencia, en el abuso sexual, en cuidar la imagen institucional antes que a las víctimas, en la falta de transparencia en la gestión de la jerarquía y en la omnipotencia de sus decisiones. En fin, todo lo que se desprende de quién goza y se aferra al poder.
En alguna medida, la perdida del sentido cristiano de la autoridad y el consiguiente abuso de poder ha implicado darle la espalda a Cristo en lo más esencial de su mensaje; el amor al prójimo y el servicio a ese prójimo como el sustento de la autoridad. La misma que se ha concebido a si misma hasta ahora como “Jerarquía”.
Por lo tanto, es evidente que para ello hay que entrar a “picar” en las estructuras de poder de la Iglesias, porque es allí donde está anidada la causa de esta gran crisis.
Para enfrentar esta realidad hay que considerar acciones relevantes.
a) Asumir claramente el fin de la Iglesia para este tiempo, como constructora en Cristo del Reino de Dios en la tierra.
b) Hacer efectiva y aprender a vivir la corresponsabilidad donde ambos tengan un rol importante en el funcionamiento y la vida de la Iglesia, con funciones distintas. No significa de por sí, que ser consagrado implica una instancia de poder superior sobre el laico.
Solo y en la medida que se logre un adecuado equilibrio entre ambas polaridades, se generará una tensión positiva y se podrá dar una gran resultante creadora para la Iglesia. En definitiva, el desequilibrio de esta tensión es el caldo de cultivo para el abuso de poder de unos sobre otros.
c) La superación del Clericalismo, que implica una maduración de laicos y personal consagrados para vivir una nueva realidad eclesial. Ambos requieren aprender a convivir en una nueva forma de relación; una Iglesia familia, que se basa en el respeto mutuo y en el servicio amoroso al otro como real principio de autoridad.
En una Iglesia existencialmente sustentada en el amor, las relaciones entre personal consagrado y laicado debe estar basada en la misericordia, no en la lucha de poderes. “Lo repito alto y fuerte: no es la cultura de la confrontación, la cultura del conflicto, la que construye la convivencia en los pueblos y entre los pueblos, sino ésta: la cultura del encuentro, la cultura del diálogo; éste es el único camino para la paz” (Papa Francisco 1 de Septiembre 2013) Lo que sirve para la sociedad, también sirve para la Iglesia.
d) La conformación de una nueva estructura eclesial que tenga al pueblo de Dios como la base y el sentido mismo de la Iglesia y un personal consagrado al servicio de este pueblo. Una participación de todos mucho más activa, responsable y decisiva para la Iglesia. En esta dirección, el pueblo (laicos y consagrados) deben tener alguna responsabilidad en la elección de las autoridades.
Abordar el abuso de poder, es una tarea compleja y difícil porque implica cambiar la forma como se da y se ejerce la autoridad en todos los ámbitos, desde el Vaticano hasta nuestras parroquias. El abandono de los espacios de poder no es nada fácil.
Muchos se podrían preguntar bueno, pero si ha existido tanto bien y tanto mal en la Iglesia, ¿habrá que consolarse con esa situación como una realidad permanente? En alguna medida sí, porque esta formada por seres humanos que tenemos luces y sombras. Pero de ahí a aceptar la crisis del sentido de la autoridad como normal sería un despropósito.
El Papa Francisco en Evagleii Gaudum señala, “Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la propia vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo. Una impostergable renovación eclesial” (Nº26)
Una vida que la juzgue, naturalmente requiere estar sujeta a evaluación, ámbito del cual la Iglesia jerárquica ha sido muy reacia a aceptar.
Así entonces, para superar la crisis de la Iglesia, es muy importante que los católicos aspiremos a la santidad, pero también que luchemos en contra las estructuras de poder que han llevado a este permanente abuso de autoridad. En estas nuevas estructuras será fundamental contar con una presencia clara y responsable de laicos y consagrados que constituyen el gran Pueblo de Dios y que aseguren el que no se desnaturalice el fin de nuestra Iglesia, como lo ha señalado el Papa a la Iglesia Chilena.
Es maravilloso constatar que Dios ha querido que sea nuestra generación la que comience este largo proceso, que concluya en una solución permanente al abuso de poder en la Iglesia.
Es de esperar que con la fuerza del Espíritu se comience a vivir esta nueva etapa, “la Iglesia de las nuevas Playas” como lo profetizó el Padre José Kentenich. (1885-1968)
Desde Facebook:
Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado