Francisco

Mucho. Nos tomará mucho tiempo aquilatar el peso de este gigante. No solo su novedad aritmética -942 canonizaciones, 66 países visitados, 164 cardenales nombrados-; su altura humana y pastoral es probable que nos deje, al menos por unos años, marcando ocupado. Todo en él era novedad: llega a Roma desde el fin del mundo y va a llorar con refugiados a Lampedusa; vuela a Irak a hablar de reconciliación en la bombardeada Mosul; se echa a los pies de los líderes de Sudán del Sur implorando la paz -besando sus zapatos-; tres días antes de morir reparte sus últimos saludos en la cárcel de Roma. No con familiares. No con sus amigos. No. Con criminales y homicidas. Gente mala. Francamente, no se entiende nada.

Y es que en Francisco su vida fue símbolo. Se encargó, con una mezcla de espontaneidad y sagacidad elogiable, que cada tecla que sonase en su papado tuviese un mensaje, una dirección. ¿Por qué Lampedusa y Lesbos? ¿Por qué Santa Marta? ¿Qué significa no haber vuelto a su patria? ¿Por qué hablar de cambio climático o inteligencia artificial desde la silla de Pedro? ¿Qué nos quiso decir? ¿Qué nos quiere decir?

Hay al menos dos dimensiones de su simbología que destacar. Primero, sus hechos. Su "programa de acción" -como reveló a los jóvenes argentinos en Río- fue claro: las bienaventuranzas y Mateo 25. ¿Qué hizo? Cual alumno meticuloso, se preocupó de aprobar el examen final. El único que importa. Por eso acogió forasteros, visitó enfermos y abrazó presos. Penetró las cárceles más peligrosas del mundo, como Palmasola en Bolivia o Cereso 3 en México. En todos sus viajes visitó hospitales y centros oncológicos, especialmente de niños. Recorrió controvertidos pasos fronterizos, tanto en islas mediterráneas como en la violenta Ciudad Juárez. ¿Con qué fin? Llorar. Compartir el dolor. Clamar por justicia. Rogar misericordia. ¿No hizo lo mismo el Nazareno?

Segundo, sus palabras. El tesoro doctrinal de Benedicto XVI fue su ancla para navegar intrincados mares, adentrándose en las complejidades temáticas del nuevo siglo: cambio climático, inteligencia artificial, diálogo interreligioso, juventud, familia, misericordia, mujer. Sus obras maestras tratan la importancia de la fe, la urgencia de cuidar nuestra "casa común", la dramática necesidad de fraternidad y la importancia del corazón. Palabras que no zanjan; más bien, son rompehielos de conversaciones urgentes. Mensajes que hizo llegar con su estilo cercano, corto y al pie -como se dice en el fútbol-, antecedidas por hechos y convencidas de la fuerza del amor.

Acá hay un punto que no se puede dejar pasar. Lejos de toda sensiblería melosa, la vuelta al corazón propuesta en su última encíclica es uno de los mensajes políticos más contundentes que ha escuchado el siglo. Que un líder de Estado, guía espiritual de más de 1.400 millones de personas, hable sobre la importancia del corazón es fuerte. Muy fuerte. En un mundo desconfiado, polarizado, crédulo de la guerra, manipulado por algoritmos y preso de una cultura consumista e individualista, que alguien proponga volver al corazón como camino de transformación personal y social -desde lo más íntimo de la persona y su familia-, pidiendo que "todas las acciones se pongan bajo el 'dominio político' del corazón", es importante. Porque rasca donde pica. Porque va a la raíz misma de toda guerra -contra uno mismo o los demás- y sugiere un principio de respuesta a la crisis de sentido y solidaridad en que vivimos; y, en última instancia, a la pregunta por el sufrimiento y el mal.

Lo de Francisco fue un flechazo evangélico al corazón del mundo. También con errores; él, más que cualquier otro líder, se mostró vulnerable, pidió ayuda y pidió perdón. Pero esas carencias fueron su fortaleza; entenderse como "un pecador misericordiado" le dio la complicidad y cercanía de quien se sabe uno entre muchos. ¿Y a nosotros qué? Para nosotros Francisco es esperanza. Esperanza que todavía hay fuego en el mundo, que hay buenas noticias para los pobres, que la política es posible y la fe una aliada. Esperanza escasa y amenazada. Esperanza que -sabemos- no defrauda. Francisco, acuérdate de nosotros. Nosotros, por favor, no olvidemos a Francisco.

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