El mundo ha cambiado demasiado en estos últimos 30 años. Todavía Roger Waters no cantaba en el muro de Berlín cuando el Papa Juan Pablo vino a Chile; la frontera de hormigón aún permanecía erguida separando al mundo en dos proyectos excluyentes. En Chile vivíamos un clima de crispación por el endurecimiento del régimen ante la tibia aunque decidida protesta de la ciudadanía demandando democracia. En la época, más del 80% se declaraba católico y aún, pese al surgimiento del Opus Dei a las faldas de la dictadura y la toma de posesión de la U. Católica por parte de los sectores más reaccionarios de la Iglesia, ésta todavía inspiraba un cierto respeto por la magnífica labor realizada por un sector de ella que defendió con valentía a decenas de miles de compatriotas perseguidos.
Este nuevo Papa anuncia visita, en un contexto histórico tan distinto que casi ninguna comparación es posible. Desde la llegada de Bergoglio al trono romano, se ha especulado acerca del carácter revolucionario de su mandato: un cura sencillo, alejado de los lujos papales, un cardenal latinoamericano puesto para renovar la Iglesia, para salvarla de las oscuras manos de la mafia vaticana incrustada en todos los recovecos de palacio, en fin, un jesuita dispuesto a quebrar huevos.
Sin embargo, se ha visto poco de aquello. Todavía no se distinguen los cambios de fondo de la Iglesia. Tampoco las diferencias en la estructura de gobierno de la Santa Sede, apenas unos discursos amables por allá y por acá, la instalación de ciertas ideas nada nuevas y tan comunes como la necesidad de tener economías más solidarias, de mejorar las relaciones interreligiosas o la promoción del diálogo entre los pueblos, sin embargo, en temas como el matrimonio homosexual, la posición acerca del aborto o del origen de los abusos sexuales al interior de la Iglesia, no se ve un cambio decisivo. Hasta ahora quizás la mayor novedad sea plantear la idea que el Big Bang es perfectamente compatible con la de la Creación.
En un mundo tan secularizado donde los valores de la paz, la caridad y el respeto a los DD.HH no son patrimonio exclusivo de las iglesias, el Papado no volverá nunca a tener la importancia, al menos la importancia mediática, que por años gozó. La imagen icónica casi posteril del papa polaco con toda esa carga de ser tanto representante de Dios como de los obreros católicos oprimidos por el estalinismo ateo es hoy pieza de museo.
El Papa, que derribó el Muro antes que Waters, que negoció con Occidente y Oriente la instalación de un nuevo paradigma, que saludó a la feligresía desde el balcón de Pinochet en ese distante 2 de abril de 1987 fue el mismo que pavimentó el camino de Jose María al sitial de los santos y consagró urbi et orbe el neoliberalismo salvaje del que hoy la misma Iglesia dice criticar.
Según estadísticas de la propia Iglesia, actualmente sólo un 57% de los chilenos se declaran católicos, lejos junto a Uruguay, el país menos confesional del continente, pese a que muchas de las instituciones públicas todavía viven como si la Constitución de 1925 no hubiera sido promulgada.
Incluso un gran porcentaje de esos mismos católicos estuvo a favor de una ley de divorcio, es partidario de la despenalización del aborto en sus tres causales, y no sólo ha condenado enérgicamente los abusos sexuales cometidos por sacerdotes sino también cuestionado el rol que desempeñó la jerarquía al encubrir, minimizar o desatender los hechos tras las denuncias realizadas.
Hoy el nuevo Papa anuncia visita ¿Vendrá realmente a decirnos algo que no sepamos los chilenos? ¿Sus consejos podrán traspasar la línea de lo obvio y políticamente correcto tratándose de una “autoridad moral”?
Es decir, ¿habrá algo más que frase hechas y lugares comunes respecto de qué hacer con los inmigrantes o cómo resolver el conflicto que el Estado de Chile tiene con el pueblo mapuche? ¿Traerá propuestas concretas dignas de escuchar, proyectos específicos para enfrentar esas crisis?
Pareciera que la expectativa de mucha gente es que la sola venida del Pontífice permitirá resolver estos problemas como si el Espíritu Santo se posesionara en la voluntad de nuestros gobernantes para encontrar soluciones mágicas para asuntos tan complejos. Si fuera así, ya no habría guerras, sólo paz en Medio Oriente Medio, no habría más corrupción en México, no morirían inmigrantes tratando de entrar a Europa en frágiles canoas, Corea del Norte pediría perdón.
No Francisco. Gobernar es difícil. Mejor encárguese Ud. mismo de sus asuntos, allá en su reino absoluto, donde las mujeres no votan, donde no hay pobreza pero si ladrones, donde la caridad siempre empieza por casa, donde el oropel no sirve para satisfacer las infinitas necesidades de sus parroquianos, donde ni siquiera detentar la representación del mismísimo Dios en la tierra sirve de bálsamo para evitar la injusticia, la guerra y el abuso.
Como Ud. ve Francisco, gobernar no es fácil. Siempre es otra cosa con guitarra.
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