Vino desde la milenaria Roma, cargando la pesada Cruz que le encomendó la Curia, cuando fue electo en reemplazo de Benedicto XVI, quien renunció cansado de enfrentar a sus primus inter pares, una cofradía de conservadores, que hicieron su mandato insostenible con el insano propósito de atesorar sus arbitrarios privilegios.
El primer Pontífice latinoamericano (argentino), hereda una Iglesia católica en profunda crisis institucional. Entonces su misión, casi imposible, es restaurar la credibilidad y confianza en el mensaje de Cristo, eje central de su función Papal.
La Fe perdida por la multiplicidad de escándalos que involucran a Cardenales es la causa más que evidente por la que somos menos católicos en Chile. Hecho que ya fue señalado hace más de cincuenta años por San Alberto Hurtado ante una sociedad indolente, tal como ahora.
Francisco tiene que soportar en cada visita de Estado ese lastre. Chile no fue la excepción, el barro embarró toda su presencia apostólica durante su fugaz estadía.
Reinaldo Sapag, un laico comprometido con la Iglesia, señaló, “los obispos hipócritas chilenos que han traicionado el mensaje de Jesús” tienen toda la responsabilidad de lo que ocurre con nuestros niños y niñas, abusados de pedofilia.
Dura, pero cierta la acusación, aún no respondida por los imputados, los que miran al infinito como que si nada sucediera.
Vio lo que ya sabía. Constató con su presencia la división interna que existe en el clero local, unos defendiendo el poder a toda costa y, otros tratando de erradicar los males y los malos que denigran la Iglesia de Cristo, la que otrora fue sabia, recta y moralmente prestigiada.
Vio el sufrimiento de las víctimas de los atentados de lesa humanidad, cometidos por obispos, sacerdotes, religiosos, ministros y hermanos que son seriamente acusados en los Tribunales, por lo que intentó pedir perdón, un perdón que sin reconocer la palabra de los abusados de nada sirve, menos aún cuando el propio Papa exige “pruebas” porque todo son viles calumnias.
Ochenta religiosos son los involucrados, pertenecientes a casi todas congregaciones acreditadas por la Santa Sede en el país. Eso es lo que se conoce. Es apenas la punta del iceberg, lo oculto, lo no denunciado, lo que avergüenza, lo desconocido, es mucho más, manteniéndose hasta ahora, en un total hermetismo.
¿A que le teme Francisco?
A la justicia civil y sus leyes o al tenebroso y secreto mundo interior. A las intrigas palaciegas o a las murallas del Vaticano con sus huéspedes eternos, que esperan solapados para dar el zarpazo final.
Vio que debe y tiene que hacer una limpieza total, una reforma integral, un cambio de raíz, tanto en los nombramientos de autoridades Cardenalicias y Obispales, como en las jefaturas superiores de las congregaciones religiosas.
Los Opus Dei, Legionarios de Cristo, Sodalicios, Maristas, Franciscanos, tienen que ser transparentados. Nada ni nadie puede seguir ocultándose y protegiéndose entre las cómodas habitaciones, donde Pedro construyó la casa del que fue Crucificado.
Venció. Su sola presencia convocó a más de un millón quinientas mil personas, mucho menos de lo que se esperaba, los encargados tendrán que dar cuenta de sus errores y proyecciones.
Venció, porque su mensaje, aunque opacado por “el hermano Obispo”, caló hondo, en las familias de comunidades de base, que aún guardan la esperanza de transformaciones al interior de la Iglesia Redentora.
Venció al referirse a las mujeres presas. Les dijo que se puede perder la libertad, pero jamás la dignidad; que los inmigrantes son personas; que nuestros pueblos originarios merecen justicia y que los pobres no pueden esperar.
Venció ante la juventud, que recibió anhelante el mayor y mejor de los consejos, un regalo inesperado. “¿Que haría Cristo en mi lugar?” Sin lugar a duda, examinar día a día la conciencia y regresar a lo esencial de la vida de la fe, porque Jesús es ese fuego que inflama a los que se le acercan.
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