Es común escuchar o leer que nuestro país vive una “crisis de salud mental”. Y las cifras parecen en principio dar razón. ¿Estamos en presencia de una "epidemia" sanitaria? ¿O la experiencia de malestar, avalado por diagnósticos e indicadores, van en la dirección de una patologización de la vida cotidiana?
¿Los dolores de la vida misma por una parte y el malestar de la vida social, antes devenida conciencia social y política, convertida en patologías, síndromes y trastornos diversos, por otra?
Un estudio transversal en la atención primaria de salud, constató que un tercio de los encuestados usaba algún psicofármaco. Su medicación en un 74% realizada por un médico general. Un 13% por un psiquiatra y un 6% por un facultativo de otra especialidad. Otro estudio publicado en la Revista Médica de Chile, determinó que el uso de antidepresivos había aumentado más de 470% en solo 12 años.
Existe en nuestro país una sostenida y significativa alza en el consumo de psicofármacos, pero donde las llamadas patologías mentales siguen en franco aumento, de acuerdo a las mismas estadísticas.
Dos dimensiones se estimulan recíprocamente. Una, el sobrediagnóstico de patologías, trastornos psíquicos, síndromes de todo tipo. Estudios y juicios diversos de expertos a nivel internacional han advertido sobre una "inflación diagnóstica", que convierte dificultades propias e inherentes a la vida en nuevas patologías: síndromes, trastornos, patologías.
Otra, el puje de la industria farmacéutica. En el 2008 sus ventas en Chile superaban los US$1.000 millones, de las cuales un 76% eran medicamentos del mercado ético o de receta retenidas, dentro de las cuales están los psicotrópicos.
Los psicofármacos actúan bajo el supuesto que restablecen algún tipo de desequilibrio químico o cerebral. Sin embargo esto es un punto muy discutible y controversial.
Una de las principales objeciones es que lo que efectivamente provocan, es un estado alternativo al que el sujeto en ese momento tiene. Pero no restablece una "normalidad perdida", sino que sofoca el estado de aflicción en uno nuevo.
Muchos pacientes refieren esto como "sentirse mejor de ánimo", pero acompañado de "como que no soy yo mismo" aludiendo a una experiencia de despersonalización.
Tomar un par de copas provoca en algunas personas tímidas la desinhibición, sentirse más seguros y audaces en sus relaciones sociales. Pero de ahí no se deduce que la fobia social ha sido superada y por lo tanto el prescribir alcohol para enfrentar esas situaciones. Lo que si crea es un estado alternativo, distinto al de la inhibición, pero que convive con ella.
Es cierto que en el caso de los psicofármacos, ese estado alterado o alternativo, es preferible algunas veces que el padecimiento. Pero en otras muchas ocasiones pueden llegar a ser iguales o peores al malestar.
La tautología es la siguiente: se receta un medicamento que crea este nuevo estado anímico. Cuando se deja de tomarlo –abstinencia - el sujeto empeora. Luego se asume como recaída. Esto confirmaría la eficacia del fármaco, pero solo esta creando condiciones de cronificación del padecer y aumento de los indicadores de patologías.
De lo que no existe evidencia por ejemplo, es que la depresión sea causada por niveles inadecuados de serotonina. Lo que sí consta es que si una persona toma algún antidepresivo, esto puede crear un nuevo estado paralelo de supremacía anímica que obtura el original. Este nuevo estado no es depresivo pero tampoco es de restablecimiento de una “normalidad” perdida.
Que a los antidepresivos o antipsicóticos se les denomine por ese nombre se debe más a la creatividad comercial, ya que no revierten un estado actual ni tampoco restablecen un desequilibrio perdido. Más apropiado es llamarlos neurolépticos, por su capacidad de sedación. O drogas psicoactivas, por su eficacia para producir nuevos estados subjetivos.
Los psicofármacos pueden ser imprescindibles en ciertos casos y situaciones. Pero muchas veces son una falsa ayuda para fortalecer las capacidades propias. Y una manera de inhibir la reflexión y acción respecto de los determinantes sociales que intervienen en su generación.
¿Que implicancia tiene para una discusión sobre la salud mental en Chile? Demasiadas. Algunas y de las más importantes exceden el campo de la salud pública.
Los problemas y malestares más comunes hoy día son producto de un nuevo sujeto: un individuo sobreadaptado a exigencias externas que ha hecho propias, desligado de ideales colectivos, extenuado en el culto de si mismo y presa de una vana ilusión de independencia.
Pero patologizar el malestar hace sofocar los determinantes y las responsabilidades sociales. Convertir casi todo sufrimiento en depresión, angustia en trastorno de ansiedad e inquietud infantil en trastorno de atención, es la privatización del dolor: en síndromes, patologías, diagnósticos, fármacos y pacientes crónicos.
La pobreza de recursos en Chile para salud mental, con un presupuesto público de 2,1%, cuando el promedio mundial es el 3% y el de los países OCDE es 6%, unido a la falta de priorización, sólo agudizan la situación de quienes requieren atención rápida y sostenida. Sobretodo en población más afectada y vulnerable.
Una Ley de Salud Mental y el aumento de gasto público debe enfrentar estas disyuntivas. Impulsar políticas de prevención, intervenciones psicosociales que promuevan redes de solidaridad y encuentro, en la medida que las nuevas formas del síntoma, uniforman al sujeto con soluciones que evitan el encuentro con los demás.
Promoción de nuestros derechos como pacientes, por ejemplo, conocer los efectos, que no son secundarios sino complementarios de algunos tratamientos farmacológicos. Es necesario abordar la salud mental por medio de prácticas e intervenciones, que no se reduzcan a la readaptación de la mente y los cuerpos extenuados a la normalidad de la sobredaptación y el agotamiento nervioso.
Hablar entonces de "crisis de salud mental" sin distinguir factores e intereses de todo tipo, solo reproducirán malestares, cronificando padecimientos, e inhibiendo escuchar las demandas que requieren más urgencia.
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