Ya lo decía Maquiavelo a mediados del siglo pasado, "quien controla el miedo de la gente se convierte en el amo de sus almas"; y es que esta frase se vuelve recurrente cuando observamos la situación que hoy vive Ecuador y que, a pesar de la distancia, intuimos toca a nuestra puerta.
El presidente Daniel Novoa firmó el 9 de enero un decreto ejecutivo donde declara un conflicto armado interno -un día después de declarar estado de excepción-, y en el cual identifica a grupos del crimen organizado como organizaciones terroristas y actores no estatales beligerantes.
Sobre esto último, "actores no estatales beligerantes", es donde quiero centrar la atención, a propósito del miedo que a veces copa la contingencia de nuestro país y el cual sirve para que medios de comunicación y políticos ansiosos de crear un Tik Tok para conseguir likes y reproducciones, interpreten desde un enfoque punitivo, desde las élites y centrándose en lo mediático; sin la responsabilidad que requiere el actual escenario y que hoy nos obliga a pensar como dar frente a la creciente crisis de seguridad que vive nuestro país.
Reconocer al crimen organizado como un actor no estatal beligerante es asumir su capacidad de ejercer la fuerza y despliegue armado. La pregunta que debemos hacernos es ¿cuál es el rol que tiene el Estado frente a la proliferación de estos grupos? Más allá de la respuesta militar que, evidentemente, es un deber en su facultad legitima de monopolizar el uso de la fuerza, esta ha resultado más bien reactiva y tardía en este fenómeno particular.
Ecuador perdió la guerra porque no se reconoce la legitimidad del Estado en amplios sectores del país, incluso por ciudades asediadas por el crimen organizado. Es decir, una derrota del Estado que se expresa en la descentralización del monopolio del uso de la fuerza, puesto que se generan estructuras armadas por fuera de ella y la convivencia de dos poderes: el Estado y el narco.
Más allá de la posibilidad de que estos grupos existan o no, la atención también debe dirigirse hacia cómo se constituyan organizaciones o bandas de narcotraficantes que movilizan a tantas personas. Por citar un ejemplo, "Los Choneros", una banda de narcotraficantes que entre sus filas se calcula posee un número cercano a 20 mil miembros; o que ciudades, como es el caso de Guayaquil, se conviertan en el epicentro de la ola de violencia y que el pulmón económico es también el lugar en el cual el crimen organizado articula el ingreso y salida de droga del país.
¿Qué tan lejano es ese escenario para nuestra realidad? Por la rigurosidad que merece la problemática no me atrevo a elucubrar la forma y escala en que se ha insertado el narcotráfico en nuestros territorios, pero sí puedo asegurar que la ausencia del Estado en amplios sectores de la población y sin el interés de volver a decir otra vez lo que en muchas ocasiones ya se ha dicho: sectores abandonados y sumidos en la desesperanza resultan caldo de cultivo para la inserción del narco.
En este escenario, donde la presencia del Estado es escasa y la oferta es limitada en cobertura y temporalidad, lo que muestra la televisión es un incentivo, el estatus de quienes realizan trayectorias delictivas se expresa en lo que desearon, pero se negó por nacer y vivir en sectores populares. Se vuelve relevante, una apuesta integral por parte del Estado y la sociedad civil, que vuelque sus intereses en generar iniciativas que permitan orientar trayectorias de vida significativas en los sectores populares y que promuevan la adherencia a procesos de ciudadanía activa, buscando un giro en la ejecución de políticas públicas, para que quien garantice y establezca las relaciones sociales sea el Estado y no un actor no estatal beligerante. Para esto debe existir el interés objetivo de promover la participación protagónica y reconocer a las y los sujetos de sectores populares como actores relevantes en sus propios territorios.
Finalmente, volviendo a Maquiavelo, hoy el miedo se nos presenta como inmovilizante y delegativo, ¿quién podrá salvarnos? ¿Quién será el amo de nuestras vidas? Centrándose en el botín político para ganar una elección, sin prestar atención a las consecuencias que sufren quienes habitan estos territorios y principalmente, niños, niñas y adolescentes de sectores populares, que a temprana edad sus trayectorias de vida se ven atravesadas por la narcocultura.
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