Asistir de verdad no puede hacerlo solo una máquina

Desde la experiencia de dirigir una empresa de teleasistencia apoyada en tecnología, pero con un alto componente humano y profesional en la atención, quiero poner una alerta sobre una idea que circula cada vez con más fuerza: que es posible asistir a personas mayores solo con inteligencia artificial. Creo con convicción que asistir de verdad no puede hacerlo solo una máquina, y quiero explicar por qué.

Hoy asistimos al avance de plataformas automatizadas, respuestas robóticas, algoritmos predictivos y atención virtual remota. Son herramientas que pueden ser útiles -lo digo desde la práctica diaria-, pero que nunca deben reemplazar el encuentro humano, especialmente cuando hablamos de personas mayores en condiciones de fragilidad.

Muchos de los entornos asistenciales en los que se desenvuelven las personas mayores están profundamente marcados por la despersonalización. La eficiencia, la prisa y el enfoque biomédico desplazan la escucha, el cuidado y el vínculo. En este contexto, incorporar inteligencia artificial sin un contrapeso humano puede profundizar el distanciamiento, la frialdad y la exclusión.

La tecnología no abraza. No acompaña en una madrugada difícil. No pregunta con empatía cómo amaneciste. No capta la pausa que revela tristeza o el tono que anticipa angustia. Esa es tarea humana.

No es extraño que quienes insistimos en cuidar con afecto, empatía y particularidad seamos vistos como "románticos". Pero necesitamos, hoy más que nunca, ser activos por la dignidad en la atención. Reivindicar el valor de lo humano no es romantizar el pasado, es advertir los peligros de un futuro donde la relación de ayuda se convierta en una interfaz.

La atención a personas mayores -ya lo vemos a diario- debe preservar su vivencia de ser valiosas, respetadas y acompañadas. Y eso exige reconocer su singularidad. Porque ningún protocolo, por bien escrito que esté, sustituye la comprensión de una historia de vida, ni anticipa lo que una conversación empática de dos experiencias de vida nos puede ofrecer.

Me preocupa también el impacto del edadismo, esa forma de discriminación que considera que las personas mayores valen menos, ya no tienen voz, o que "ya no vale la pena" intentar con ellas. Y más aún me preocupa lo que afecta ese edadismo en cada persona mayor, cuando esta visión de disvalor es internalizada y lleva a las propias personas mayores a resignarse, a disminuir su autoestima, a pedir menos, a callar más.

Transitar la vejez ya es suficientemente desafiante como para hacerlo desde una mirada social que desprecia la fragilidad. Y si a eso le sumamos un entorno técnico, automatizado, frío, corremos el riesgo de ofrecer soluciones que no acompañan, que no contienen, que no cuidan. No estoy en contra de la tecnología. Trabajo con ella todos los días. Pero sí estoy en contra de suplantar lo humano. La tecnología puede ser una aliada -cuando está al servicio del cuidado-, pero no un reemplazo de la relación.

Por eso, mi llamado es claro: la humanización no debe ser opcional. Debe ser la base, el estándar. Que cada desarrollo tecnológico, cada innovación, cada plataforma, se pregunte no solo si es eficaz, sino si ayuda a que la persona se sienta más segura, más acompañada, más digna. Ese, debe ser el verdadero indicador de calidad en el cuidado.

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