"Hay días en que no hablo con nadie. A veces ni me doy cuenta si pasa una semana así"
"No quiero ser una carga, por eso prefiero no pedir ayuda"
"Después de que murió mi pareja, nadie volvió a preguntarme cómo estaba"
"No es solo estar sola. Es sentir que a nadie le importa si estoy o no"
Estos testimonios no son casos aislados, sino fragmentos de una realidad profunda y persistente: la soledad en el envejecimiento. Desde el Área de Envejecimiento y Cuidados de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales de Chile, iniciamos un proceso de investigación y formación que busca comprehender esta experiencia desde una perspectiva crítica y estructural. Nuestro propósito es contribuir a la construcción de un ecosistema público y privado que reflexione, articule e implemente políticas sociales capaces de enfrentar este fenómeno con la profundidad y seriedad que requiere.
Vivimos en una época marcada por el individualismo. Lo que antes se sostenía en comunidad -el cuidado, el reconocimiento, la pertenencia- hoy recae cada vez más en la responsabilidad individual. En este contexto, muchas personas mayores viven una soledad paradójica: están rodeadas de gente, pero se sienten desconectadas emocionalmente. Es la experiencia de estar "solos, juntos". A esto se suma una narrativa dominante que exige bienestar constante. Sufrir se vuelve casi un error, una falla personal. En la vejez, esta exigencia se vuelve especialmente injusta: quienes atraviesan pérdidas, enfermedades o duelos, no solo sufren, sino que muchas veces cargan con la culpa de no "superarlo" rápidamente. El malestar, sin embargo, no es una patología que deba corregirse: es parte de la vida humana.
La soledad no puede ser tratada como una falla individual. Existen factores estructurales que la producen y profundizan: la erosión del tejido social, la precariedad de los servicios de apoyo, el abandono de los territorios rurales, el edadismo, la discriminación. El entorno también influye, y no todas las personas tienen las mismas condiciones para enfrentar esta experiencia. Desde la academia, se han desarrollado diversos modelos para explicar la soledad: algunos se enfocan en la ausencia de vínculos, otros en la percepción subjetiva del aislamiento, o en habilidades sociales y patrones afectivos tempranos. Si bien todos aportan elementos valiosos, muchas veces fragmentan la experiencia y omiten dimensiones esenciales como las trayectorias de vida, los territorios, las desigualdades y el acceso a redes de apoyo.
También se ha intentado clasificar la soledad en distintos tipos: emocional, cuando faltan relaciones íntimas; social, cuando la red de apoyo es limitada; y existencial, cuando se pierde el sentido de la vida. Estas distinciones son importantes para afinar las respuestas, pero deben estar al servicio de una comprensión más integral. No basta con etiquetar. Es urgente una mirada multidimensional que entienda la soledad como una experiencia estructurada en varios niveles: individual, comunitario y estructural. A nivel individual, se expresa en la pérdida, la fragilidad emocional, la desconexión. A escala comunitaria, en la ruptura de los vínculos cotidianos, en la indiferencia vecinal, en la falta de espacios de pertenencia. A nivel estructural, en las desigualdades persistentes, la ausencia de políticas efectivas y el abandono institucional.
Abordar esta realidad requiere más que intervenciones puntuales. No basta con ofrecer talleres o hacer visitas esporádicas. Se necesita un cambio ético, político y comunitario. Como instituciones, tenemos la responsabilidad de generar condiciones para envejecer acompañados, en dignidad, con redes reales, con sentido. No se trata sólo de evitar la soledad, sino de construir presencia. Porque la soledad no se cura simplemente con compañía: se sana con vínculo, con comunidad, con reconocimiento.
La estructura social es corresponsable del sufrimiento que muchas personas mayores experimentan. Comprender esta experiencia en toda su complejidad es el primer paso para transformarla. No basta con intervenir al individuo: hay que reconstruir los vínculos, reimaginar la comunidad y actuar colectivamente. Solo así podremos avanzar hacia una sociedad que no deje a nadie solo.
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