En tiempos de debate constitucional, un asunto particularmente relevante está ausente y no forma parte, salvo excepciones, de las propuestas de los y las candidatas/os a consejeros/as constitucionales, que están centradas principalmente en la seguridad pública. Se trata, ni más ni menos, del principal generador de bienestar familiar y social: el cuidado de las personas.
Todas y todos dependemos de los cuidados de otras/os durante gran parte de nuestras vidas. Sin embargo, una responsabilidad que "es fundamental para la sostenibilidad de la vida, la reproducción de las sociedades y la producción económica" (Cepal 2021) no es asumida colectivamente, sino que se delega, como si fuese obvio y natural, en las mujeres. Este rol culturalmente asignado se entiende como un acto de amor y por ende es gratuito e invisible.
El trabajo no remunerado de los hogares representa entre 15,7% y 24,2% del PIB y las mujeres aportan cerca del 75% de este valor, lo que constituye la actividad económica más importante del país. Los datos de la primera Encuesta Nacional sobre Uso del Tiempo (ENUT, 2015) indican que ellas, incluyendo a las que trabajan fuera del hogar, destinan en promedio 5,9 horas diarias al trabajo doméstico y de cuidado no remunerado, mientras que los hombres le dedican sólo 2,7 horas. Esta sobrecarga de trabajo implica costos en su salud física y mental, la vez que limita la participación laboral, social y política de las mujeres.
El problema se ha ido agudizando hasta configurar la denominada "crisis del cuidado", debido a que la mayor participación laboral femenina de las últimas décadas no ha ido aparejada de una incorporación de los hombres al espacio doméstico, ni de una redistribución de tareas al interior de los hogares. Al mismo tiempo, los cambios en los sistemas productivos han intensificado y extendido las jornadas laborales y las transformaciones sociodemográficas han diversificado y ampliado los sujetos que requieren de cuidados; ya no se trata sólo de niños y niñas, sino también de adultos mayores, personas con discapacidad o en situación de dependencia.
Las respuestas desde las políticas públicas han sido diversas e insuficientes. Algunas entregan servicios de cuidado, como los programas de hospitalización domiciliaria o de cuidado infantil que incorporan a las "madres comunitarias"; otras entregan facilidades para que las mujeres puedan conciliar mejor sus responsabilidades familiares y laborales, con jornadas flexibles o sistemas de teletrabajo, sin embargo, paradojalmente no transforman, sino que refuerzan el sistema de trabajo gratuito. Otras políticas buscan redistribuir las tareas incorporando a los hombres, por ejemplo, con licencias parentales. Sin embargo, estas medidas no han logrado trascender el ámbito privado-familiar ni solucionar el problema de fondo.
Enfrentar la crisis supone cambiar el foco y generar políticas basadas en la corresponsabilidad social, que busquen simultáneamente "desfeminizar" y "desprivatizar" el cuidado, permitiendo equilibrar sus costos entre el Estado, las empresas, las instituciones, incluyendo a las de educación superior, y las/os integrantes de las familias. En esta ecuación el rol del Estado es fundamental, como proveedor, regulador y fiscalizador de programas de cuidado.
Pero esto no es suficiente. También es necesario que las políticas educativas contribuyan a romper con los estereotipos de género y promuevan una reflexión crítica frente a la actual división sexual del trabajo, que es una de las causas estructurales de las desigualdades de género. Asimismo, es importante transformar las normas laborales que protegen la maternidad y excluyen a los trabajadores varones, como la actual ley de salas cunas que sólo considera a las trabajadoras, lo que en definitiva opera como una barrera para la contratación laboral femenina.
Los sistemas integrales de cuidado implementados en algunos países apuntan en esta dirección, lo mismo hace la iniciativa anunciada por el gobierno y el proyecto de ley presentado por las diputadas Emilia Schneider y Camila Rojas para el contexto de la educación superior. Esperemos que los actores políticos estén a la altura y que además de aprobar las propuestas legislativas, se las dote de recursos públicos a través de impuestos generales y permanentes, para que se hagan efectivas. De ello depende la sostenibilidad de la vida.
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