Chile acaba de dar un paso importante al actualizar el Código del Trabajo y otras normas vinculadas a la inclusión laboral de personas con discapacidad y de quienes son asignatarias(os) de una pensión de invalidez. La nueva legislación busca dejar atrás el cumplimiento simbólico para avanzar hacia una transformación real. El desafío, ahora, está en cómo se implementa.
Uno de los cambios más relevantes es el aumento del 1% al 2% en la cuota de contratación obligatoria en empresas y organismos públicos con 100 o más trabajadoras y trabajadores, proceso que será gradual por cuanto solo se activará cuando al menos el 80% de estas cumplan con la cuota actual. Sin embargo, tanto el sector público y privado no llegan ni a la mitad de esta cifra, lo que evidencia lo lejos que estamos realmente de cumplir esta meta. Además del propósito para lo cual se creó esta ley, que era incentivar la contratación de personas con discapacidad que estaban fuera del mercado laboral -a más de 60% del total de ellas- pero las cifras revelan que además 67% de los contratos registrados por esta ley en el sector privado, corresponde a relaciones laborales iniciadas antes de su entrada en vigencia.
Pero el problema va más allá de los números. La ley enfrenta barreras estructurales que dificultan su aplicación efectiva: escasa fiscalización, requisitos poco claros y un uso excesivo (y muchas veces cuestionable) de medidas subsidiarias, como las donaciones o servicios externos. Si bien estas alternativas pueden ser útiles en ciertos contextos, no deben convertirse en la salida habitual para evitar la contratación directa.
Para que esta política funcione, se necesita una institucionalidad más robusta. La Dirección del Trabajo debe contar con el personal y los recursos técnicos para fiscalizar con mayor eficacia. A modo de ejemplo en 2024 fue casi nula la fiscalización. Pero para qué decir cómo ha sido respecto del sector público. Esperamos que en ambos casos cambie con las mejoras a la ley.
También es clave que las empresas tengan orientaciones precisas. Hoy por ejemplo, ni siquiera está claro si las políticas de inclusión deben referirse a acciones concretas ya realizadas o a compromisos a futuro. Esa ambigüedad termina restando fuerza a una herramienta que debería ser clave, considerando a su vez, que esta nueva reforma incluye nuevos aspectos para el cumplimiento. Es por esto, que se vuelve crucial que el nuevo reglamento que debe acompañar a esta ley precise aspectos bien operativos que permitan aclarar estas zonas grises.
También es urgente revisar el enfoque centralista de las medidas subsidiarias. La nueva ley estableció que desde su entrada en vigencia las empresas debían diversificar sus donaciones entre Fundaciones y entre regiones, pero dada la falta de claridad, la autoridad a último minuto decidió hacer la vista gorda a esta obligación en enero de este año, lo que claramente compromete la descentralización de los esfuerzos de inclusión laboral.
La inclusión no puede seguir tratándose como un trámite. Requiere una coordinación efectiva entre el Estado, las empresas, la sociedad civil y las propias personas con discapacidad. Una coordinación que no se limite a cumplir con cuotas, sino que ponga en el centro la dignidad, la autonomía y los derechos.
Hoy Chile cuenta con una normativa renovada y con voluntad política. Pero sin coherencia en la implementación, sin fiscalización real, sin un compromiso ético, sin perspectiva de género y de descentralización, pero sobre todo, sin un esfuerzo para nivelar brechas en materia de educación, la inclusión seguirá siendo una buena intención sin impacto. El desafío es transformar esa promesa en una práctica cotidiana a nivel país y desde todos los sectores. Solo así el 2% dejará de ser una meta simbólica y pasará a reflejar una sociedad más justa, diversa e inclusiva.
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