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La reciente eliminación de los digipass, para robustecer la seguridad bancaria en Chile, encendió una luz de alerta que trasciende lo técnico. Al proponer soluciones basadas en aplicaciones y biometría avanzada se dejó al descubierto una de nuestras fracturas sociales más profundas y silenciosas: la inequidad digital. La escena es fácil de imaginar y muchos la hemos vivido de cerca cuando un padre, o una abuela o vecino, se enfrenta a una pantalla que más que hacer eficientes los servicios, los deja totalmente fuera de juego.
Este episodio, lejos de ser una anécdota, es el síntoma de una condición que hemos normalizado. La modernización acelerada, impulsada por una fe casi ciega en la digitalización, no está siendo pareja. Hemos diseñado un progreso por defecto, asumiendo que todos corren a la misma velocidad y con las mismas herramientas. Al hacerlo, estamos cometiendo un acto de profunda exclusión con nuestras personas mayores, dejándolas al margen de un país que ellos mismos ayudaron a construir.
No se trata solo de la banca. Cada paso hacia la eficiencia tecnológica, si no es diseñado con experiencia de usuario, entendiendo a todos quienes son parte de la sociedad, se convierte en un paso hacia el aislamiento de quienes no poseen las habilidades digitales requeridas.
Las cifras son elocuentes y dibujan un panorama preocupante. Este no es un problema de nicho. Según los datos del último Censo (2024), las personas mayores de 65 años ya representan el 14% de la población en Chile, una cifra que ratifica nuestra acelerada curva de envejecimiento. Hablamos de millones de personas. En paralelo, la brecha digital en este grupo es alarmante. Un reciente informe del Observatorio del Envejecimiento UC, basado en datos de la encuesta Casen, reveló que sólo 21% de las personas mayores evalúa su habilidad para utilizar internet con una nota superior a 6. La barrera no es sólo el acceso a un smartphone; es la confianza y la destreza para usarlo.
El verdadero desafío no es tecnológico, sino humano y cultural. No podemos pedirle a una generación que vivió la mayor parte de su vida en un mundo análogo que, de la noche a la mañana, adopte sin temor ni dificultad una lógica digital que le es ajena y, a menudo, hostil.
El progreso no puede ser una carrera donde los más lentos quedan abandonados. El verdadero desarrollo de una nación se mide en su capacidad de avanzar como un cuerpo social cohesionado, sin soltar la mano a nadie. La responsabilidad es compartida. El Estado y el sector privado tienen el deber ético de diseñar sistemas inclusivos, que ofrezcan alternativas y acompañamiento. No se trata de frenar la innovación, sino de dotarla de un suplemento de humanidad: mantener la atención telefónica y presencial como una opción digna, crear interfaces realmente intuitivas y promover programas de alfabetización digital efectivos, centrados en la confianza más que en el simple dominio técnico.
Dejar a nuestros mayores fuera del desarrollo no solo es un acto de ingratitud, sino un error estratégico que nos empobrece como sociedad. Los estamos apartando y, en el silencio de sus hogares, muchos se sienten solos y superados por un mundo que ya no entienden. La modernidad no puede ser sinónimo de soledad.
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