Chile está dejando de tener hijos. Y no se trata de una anécdota ni de una moda pasajera. Es una transformación profunda, sostenida y -sobre todo- silenciosa. En 2023, la Tasa Global de Fecundidad (TGF) alcanzó los 1,16 hijos por mujer, el registro más bajo de nuestra historia. Solo 14 países en el mundo están peor. Lo que alguna vez pareció un fenómeno lejano, hoy es una realidad ineludible. Y urgente.
Este no es solo un problema demográfico. Es una crisis social, económica y cultural. Una que nos obliga a preguntarnos qué país estamos construyendo y si, en ese proyecto, las familias tienen verdaderamente un lugar.
Para sostener una población estable, se necesita una tasa de reemplazo de 2,1 hijos por mujer. Chile no solo no la alcanza: se aleja cada vez más. Y las consecuencias ya están presentes. Una población envejecida, sistemas de pensiones al límite, gasto en salud disparado, una fuerza laboral en contracción. Todo eso ya ocurre. Y sin embargo, el tema sigue ausente de las prioridades políticas y del debate público.
¿Por qué no se tienen hijos? Porque los costos son altos, las condiciones son inciertas y el entorno no acompaña. Porque formar una familia, hoy, exige más de lo que muchas personas pueden -o están dispuestas- a sacrificar. Y porque mantener una calidad de vida digna, tanto para uno mismo como para un hijo o hija, se percibe como una apuesta demasiado difícil de sostener. No se trata de egoísmo ni de falta de compromiso. Se trata de una evaluación realista frente a un entorno que no siempre entrega certezas mínimas para criar.
La lista de obstáculos es extensa: empleos precarios, acceso limitado a la vivienda, dificultades para compatibilizar estudio y trabajo, temor a la inestabilidad y un sistema que deja a las familias solas frente a la crianza, sin el respaldo ni las condiciones necesarias para sostenerla con dignidad. No es que las personas no quieran tener hijos. Es que, hoy, el país no les da razones suficientes para creer que pueden hacerlo con seguridad y apoyo.
A eso se suma el factor tiempo. En los años '80, la mayoría de los nacimientos se concentraba entre los 20 y 24 años. Hoy, el grupo predominante es el de 30 a 34. La maternidad y la paternidad se postergan, y con razón. Pero la biología no espera. La fertilidad disminuye con la edad, y muchas parejas descubren esa realidad cuando ya es tarde. El problema no es que las mujeres quieran esperar. El problema es que no han recibido la información necesaria para anticipar los efectos de esa decisión. La educación sexual en Chile sigue enfocada casi exclusivamente en prevenir el embarazo, pero rara vez enseña cómo funciona la fertilidad.
A esto se suma otra barrera: la infertilidad. Una de cada seis personas en edad reproductiva la enfrenta. Y aun así, los tratamientos siguen siendo costosos, limitados y profundamente desiguales. Aunque Fonasa ha avanzado en la cobertura de algunas terapias, el acceso continúa siendo restrictivo. Como si formar una familia fuera un privilegio, y no un derecho. Como si la situación económica de una persona debiera decidir si puede o no tener hijos.
Y hay algo aún más profundo: en Chile, la maternidad se castiga. No con leyes, pero sí con consecuencias concretas. Tener hijos puede significar frenar una carrera profesional, perder oportunidades, quedar al margen de decisiones o ser considerada menos productiva. La maternidad, lejos de estar respaldada, se vive muchas veces como una desventaja. Y mientras eso no cambie, muchas mujeres seguirán postergando -o abandonando- el deseo de ser madres. No por falta de vocación, sino por falta de garantías.
¿Qué medidas debemos tomar entonces? ¡Todas! No hay espacio para soluciones simbólicas ni pasos tímidos. El desafío es múltiple y exige una respuesta amplia, decidida y sostenida en el tiempo. Políticas laborales modernas. Salas cuna universales. Acceso garantizado a tratamientos de fertilidad. Educación reproductiva oportuna y realista. Vivienda accesible. Redes de apoyo concretas. Y, por sobre todo, un cambio cultural que deje de responsabilizar individualmente a quienes deciden no tener hijos, y empiece a construir un entorno donde esa decisión sea posible.
Facilitar la crianza no genera costos sociales. Solo beneficios. Invertir en infancia, salud reproductiva y conciliación no es un gasto: es una apuesta estratégica por el bienestar, la cohesión social y el futuro del país. Garantizar el derecho a formar una familia, si así se desea, es también garantizar que este proyecto común llamado Chile tenga continuidad.
Y lo más importante: esto no puede depender del gobierno de turno. Chile necesita una política de Estado. Una que trascienda gobiernos, que convoque a todos los sectores -Ejecutivo, Congreso, municipios, academia, empresas, sociedad civil- y que asuma que este desafío no es técnico, es estructural. No estamos hablando de cifras. Estamos hablando de libertad. De la posibilidad real de elegir.
Chile ha llegado tarde a esta conversación, pero aún tiene margen para actuar. Revertir esta tendencia no será fácil ni rápido, pero es posible si asumimos el desafío con seriedad. Para eso se requiere decisión política, visión de largo plazo y un compromiso transversal que deje de mirar esto como un tema privado o secundario. Hoy más que nunca, el país necesita una política de natalidad que no dependa de gobiernos ni colores, sino de una voluntad común por garantizar que quien quiera formar una familia pueda hacerlo con libertad, seguridad y dignidad.
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